03 Jul
03Jul

“No está bien lo que estás haciendo y cómo lo estás haciendo.”

Las palabras de Ra me hicieron sentir culpable, mala persona, aunque no fuera su intención. Me sentí descolocada, desgarrada y sola durante días. Y esa no era yo. No soy así. Lo vivo todo en una dimensión muy distinta, como si los hechos físicos, la moral o las limitaciones no existiesen. Como si estuviera rompiendo con las rutinas todo el tiempo. No es fácil ni cómodo. Por dios, es la primera vez que experimento algo así y estoy improvisando, inventando. Y a veces me asusta la claridad, la intensidad de las emociones que este maldito experimento despierta en mí. Me hace volver corriendo a la seguridad de lo conocido. A Om. A lo que está bien y a lo que no.

Y Om es el bien.

Hay un lado con menos luz, un lado oscuro de sombras en mí, y lo estoy viendo de cerca. Estas zonas en espera de ser desaprendidas, mis dudas, los fantasmas de todas las experiencias anteriores, propias y de la humanidad entera. Ya no confío en la imagen que tenía de mí. Porque pensé que era incapaz de hacer tanto daño. Romper algo tan sólido. Ser la que plantea irse. La que deja que se derrumbe una vida entera. Una historia de amor extraordinaria, tan profunda como la que tenemos Om y yo. Pensé que iba a ser para toda la vida. Que esta era mi vida. Ésta era yo. Ahora miro a mi alrededor, miro mi vida y ninguna de estas suposiciones se mantiene de pie.

Y sin embargo, dentro de todo este aparente caos, me siento en paz conmigo misma. Tengo la certeza de que estoy haciendo lo que debería hacer en una situación así. 

Me hago todas esas preguntas dolorosas, incómodas pero liberadoras que casi nunca aparecen frente a nosotras. Las postergamos, las silenciamos. Porque no es fácil contestar a ¿quién soy? 

A ¿qué es lo que quiero? 

A ¿qué tipo de vida quiero vivir?

Me estoy conociendo a través de esta historia, y no siempre me gusto. Me decepciono, me sorprendo, pero el poder de atracción del descubrimiento de una misma es enorme. Es irresistible.

Si empiezo a sentir culpa, si dejo que las necesidades y los derechos de los demás me condicionen, no voy a llegar a mí. Lo sé. 

Si admito el miedo de perder a cualquiera de los dos, estaré cavando mi tumba. Si mis ritmos los marcan desde fuera, me traiciono a mí misma. Si no me guío por la intuición, por la música de mi alma, no seré el amor que soy y no podré amar de esa manera extraordinaria que existe, que es posible y que se encuentra en mí.

Somos amor, y lo demás no importa.


Respiro dos veces profundamente y me siento en el sofá a esperar a Om. En la posición de loto, el cuerpo y la cara miran hacia la puerta. Seré lo primero que vea cuando entre. Oigo las llaves en la cerradura; el signo de la felicidad de las tardes de los últimos diez años. La puerta se abre con lentitud, sin ruido y su cara seria, medio pálida y sus ojos marrones, inquisitivos me miran sin decir nada.

– Hola.

Le saludo sin el “cariño”, sin el “mi vida”. Se quedan suspendidas en el aire, huérfanas.

– Hola.

La mirada de Om se desliza hacia mi agenda donde yacen las dos alianzas, la tarjeta de crédito y su carta. Se quita los zapatos despacio, deja sus llaves y la cartera en la mesa. Esperamos en silencio. un silencio denso, pesado, hasta que me pregunta acerca del fin del mundo con un simple “¿y qué?”.

Le miro y noto una quietud que se apodera de mí, como si en vez del vacío que se supone deberíamos sentir en momentos de tensión, de vértigo, hubiera una roca grande y estable que se hace presente recordando toda mi fortaleza.

– Nos separamos entonces.

Cada palabra mía cae como una piedra en el agua. Om me mira con seriedad. Me mira con temor, con amor, con esperanza. Me mira con las miradas de toda una vida. Se acerca, paso a paso, y se sienta a mi lado.

– ¿Por qué? 


Fuera anochecía. La luna se hizo presente y por un instante pensé que la culpa de mi situación complicada puede ser de ella. Rige las emociones más profundas, las remueve, las despierta, las saca a la luz. Y entonces sonreí. La luna no tiene la culpa de nada, la luna es la misma luna que ve Ra en Madrid, la misma que miro yo en esa ciudad gigantesca. La luna une, permite soñar, hace que las plantas germinar y que las embarazadas den a luz, recuerda la grandeza de la vida, de la existencia, de nuestras almas. Puse la música, me duché, me vestí, me vi bella en el espejo.

– Soy maravillosa, soy extraordinaria y merezco lo mejor – me dije mirándome a los ojos. – Merezco todas las alegrías y el placer. Merezco un amor profundo, inconmensurable y sobre todas las cosas, merezco ser feliz.

En ese instante, como si me hubiese oído, Ra me mandó un mensaje al móvil. Me preguntó si sabía que era increíble. Me reí, hasta me sonrojé. Me contó que estaba en la fiesta de despedida de soltero de su mejor amigo, que tiene varias ideas para una comida, para una música y todas locas. ¡Qué lejos me parecía Ra en ese momento! Él seguía hablando, bromeando y solo al rato notó mi voz seria y me preguntó si estaba dormida. ¿Dormida?

– No, no estoy dormida. Estoy triste, estoy mal.

Me costó no sonar sarcástica, y al parecer lo conseguí porque él quiso saber por qué, como si no fuese claro. No podía creer que Ra no lo supiera, que no lo intuyese. ¿A él no le afectó la conversación del miércoles?

Me preguntó si quería hablar, si él podía hacer algo y dije que no. Porque no sabía cómo explicárselo. ¿Cómo explicarle que de entre todas las personas del mundo estaba segura de que él comprendía de qué manera estaba viviendo e intentado solucionar el bosque emocional en que me encontraba? Que me apoya, que es por eso también que me quiere. Que entre todas las personas justo él sabrá apreciar el esfuerzo de no sucumbir ante las culpas, los miedos convencionales, ante la moral que nos hace obedecer y nos reprime para poder llegar más allá. Me dolía en el alma que de alguna manera Ra me pusiese de lado de la otra persona diciendo que no está bien lo que hago para con él.

Ra, ¡te impacientaste conmigo! No me comprendías ya.


— Me haces elegir entre los dos.

No puedo mirarle, así que desvío la mirada. Hay una grieta en nuestra pared del salón. Empezó a alargarse y expandirse como una telaraña el día después de conocer a Ra. Los dos estábamos en aquella fiesta, a los dos nos sonrió, a los dos nos hizo reír.

– Y yo no estoy lista todavía para elegir. Ya sé que a veces no se puede esperar, y parece que ahora ya no se puede. Así que, si tengo que elegir, elijo separarme. Aunque no signifique estar con Ra. En teoría no debería significar eso.

Om me escucha con atención y con su mano suave, grande, donde quepo entera, agarra la mía. Su voz tiembla al hablar. Es un susurro, una piqueta para escavar el túnel hacia la superficie, hacia la luz. Dice que no le haga caso a la nota, la escribió en caliente, no quiere ponerme ante un ultimátum, quiere seguir dándome tiempo, momentos para reflexionar tal y como le he pedido. Om saca palabras con elegancia, una por una, como alguien que enhebra un rosario para luego ir pasando sus cuentas. 

– Pero, dime, mi vida, ¿quieres luchar por nosotros?

Om aprieta mi mano. Porque él sí, porque me ama. Porque cuando piensa en cualquier momento maravilloso de su vida, ahí estoy yo, porque la vida conmigo es extraordinaria. Él está dispuesto a perdonar y a olvidar, a seguir adelante y construir nuestra familia.

Le escucho llorando. Porque me duele. Porque le miento. Para no herirle, me justifico, porque soy cobarde. Estamos demasiado cerca para no herirnos. 

Le miento porque no estoy lista para enfrentarme a la verdad ni sé ahora qué es la verdad. 

– No tengo que hacer nada hasta que no sepa qué quiero – digo más para mí misma que para Om. – Aunque, claro, no se puede vivir así, ya sé que hay que decidir, tengo elecciones delante. Lo sé, lo sé, lo sé… pero no hoy, no estoy lista. Pero si tengo que elegir, elijo separarme.

Decir en voz alta lo que había llevado tiempo en mi interior me destruye. 

Y un instante después me libera. 

Encuentro una nueva potencia desconocida en mí, me enfrento a los miedos, rompo mis ataduras, me rebelo contra mis dependencias. Me arrojo en manos de la vida y descubro que he caído de pie. Estoy mejor, más fuerte, más libre, más yo. 

Ahora, me digo, después de esto puedo estar sola, con otra persona o seguir con él que ha enfrentado la situación desde el amor, desde la tranquilidad, con mucha ternura. No siempre con calma pero llegará, la calma llegará. Om ha demostrado su sabiduría, la grandeza y la belleza de su alma. Lo hemos pasado mal, hay dolor, algo quizá se ha roto pero no del todo. Hemos descubierto lugares de paz, fuentes de vitalidad en nuestras almas. Nos hemos descubierto un poco más a nosotros mismos, separados y juntos. Eso es maravilloso.

De repente Om se levanta, se dirige hacia la mesa y coge las alianzas. Me pide otra vez ser su esposa. Me mira en los ojos, sus ojos oscuros, sinceros, sabios, su voz temblorosa, el anillo en la punta de mi dedo.

Le digo que sí, no puedo decir otra cosa. ¡Es mi amor, es Om!

Se lo pregunto yo a él también y contesta que claro. Nos abrazamos, nos besamos. Es precioso. Todo el mundo es precioso cuando empieza de nuevo. Parecía un comienzo.

Tomamos una copa de vino, un buen tinto, con sabores a madera y a cereza. Unos minutos más tarde ya nos reímos de nosotros mismos, por lo peliculero que fue todo, la alianza y la carta y sin embargo, sin maldad, sin gritos ni rencor.

Todo desde el amor.

El día siguiente paseo por la orilla del mar, con el sol quemando, las palmeras dibujando figuras en el suelo. Estoy contándoselo todo a Ra con una sonrisa que subraya mi asombro, mi gratitud por el lado precioso que descubrí en Om anoche. No puedo creer lo que había pasado a la vez que me siento más viva y tan afortunada porque había pasado. Es extraordinario. Una clase magistral de Om. De cómo lidiar con las emociones más difíciles, de cómo tratar de hacer el menor daño posible en momentos dolorosos, cómo crecer, cómo seguir viendo lo mejor de las personas, de las situaciones, de la vida aun cuando es tan difícil. Porque la luz solo se encuentra en la más cerrada oscuridad. Porque la vida sigue.

Al despedirme de Ra siento alivio. Al menos ya no estará aquí. Al menos en apariencia nada de mi vida con Om ha cambiado.


Mientras me quito la ropa en la cocina para ponerla a lavar, Om me pregunta si voy a volver a casa después de mi viaje a Madrid. Le digo que no. Es un no mudo, una negación lenta con cabeza.

Me pregunta si voy a dejarlo después de todo. Le digo que esto no funciona, que tengo que probar, tengo que saber quién soy yo sin él. Me pide otra oportunidad, la última y oigo dos corazones romperse.

– Lo merecemos.

Estoy desnuda en nuestra cocina escuchándole, vislumbrando el futuro de nuestra relación. Me gustaría decirle que no es el fin de nuestro amor, pero aquí se acaba la convivencia, nuestro matrimonio. Es el fin de una era. Lo sabe Om, lo sé yo. El fin de un universo entero mientras voy a presentar mi tesis de fin de carrera sobre el sentido del Estado desde el amor y la política.

Me siento una farsante. En el último año he estado investigando, teorizando y escribiendo sobre el amor, diseccionándolo, jugando con el término, apuntando sus debilidades, su fragilidad, avalando su fortaleza, cuando estaba dejando que ese mismo concepto se deshiciera entre mis dedos.

Cuando mi gran amor comenzó a dejar de ser el único.


FIN

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