04 Jan
04Jan

SITE123 - Gestionar                



— ¿Pero esto qué era?

Coya arranca su coche, nos miramos un segundo y estallamos riendo a carcajadas.

— ¿Y tú querías quedarte aquí? ¿Con estos tipos? ¡No hubieras podido dormir tranquila ni una noche!

— Lo sé.

— Si te dejo aquí nuestro amigo Harry Brown me mata. Yo le prometí que te cuidaría en tu primer viaje a Perú, así que no te preocupes, vamos a buscar otro hotel por San Isidro o por Miraflores. Al menos allí podrás dormir bien.

— Bueno, ya veremos. Hoy me han pasado ya demasiadas cosas como para estar tranquila...

— ¡No me lo puedo creer! ¡Vaya antro! Es que yo soy muy especial para los hoteles y si veo algo así, ni entro. ¿Te imaginas el estado de higiene de esas sábanas? ¡Uf! Mejor no lo hagas… Y con lo de la agencia y el señor Rosales nos hemos lucido también, pero somos latinoamericanos, somos así. Vas a conseguir tus boletos antes del viaje a Machu Picchu, aún te queda casi una semana, ¿verdad? Así que no te preocupes por nada.

No estoy preocupada. Estoy maravillada. Situaciones pintorescas rozando el absurdo no pasan todos los días. Tampoco suelo participar en conversaciones surrealistas que emanan de una especie de inocencia auténtica, tierna y muy agradable que me gusta acariciar.

Sí, además de hablar con mi cuerpo, puedo tocar las emociones.

Recorremos la avenida de Brasil con su fina línea de césped y su hilera de árboles en el centro, giramos a la derecha, luego a la izquierda y avanzamos por una calle estrecha y dormida flanqueada de tiendecitas, peluquerías y librerías cerradas. Seguimos hasta llegar a otra avenida ancha, muy transitada, es la avenida del Ejército que fluye junto al océano, el inmenso y gris Pacífico que hoy arrastra rayas blancas hasta la playa. Hay mucho tráfico, mucha gente, muchas luces y, sin embargo, Lima tiene el aspecto de una ciudad pequeña. Y es enorme. Es larguísima, y se estira hasta el infinito. Veo pasar edificios desiguales, de muchos estilos, no son feos, pero tampoco tienen gracia, y será por eso que las fachadas descoloridas, que son la mayoría, intentan ocultarse, hacerse invisibles al lado de algunas casonas nobles, imponentes, orgullosas de su pintura fresca, de sus detalles, flores y filigranas, verdaderas joyas arquitectónicas. Hasta los primeros rascacielos brillantes de Lima, con nombres que saben a dinero, aparecen tímidos, aún inseguros de sí mismos, incómodos en la silueta de esta ciudad de casas bajas.

Coya dice que Lima ha crecido mucho, de forma apresurada, casi frenética. Construyendo a un ritmo febril nuevas torres, llenas de apartamentos modernos de ventanas gigantes y muebles mínimos. Abriendo negocios, bares, cafeterías de arte que ofrecen bebidas calientes muy elaboradas y cartas con platos de nombres extraños, casi impronunciables. Restaurando palacios coloniales para abrir salas exclusivas, arreglando calles, derribando viejas quintas para levantar nuevas viviendas, más altas, más vistosas y con más gente dentro. Y sobre las cenizas de los parques públicos, sobre los ecos de las voces de las y los limeños crecen campos de golf cercados donde se hablan lenguas forasteras. 

— En apariencia la Lima de hoy no tiene nada que ver con la de hace diez años y menos con la de mi infancia.

Coya habla sin nostalgia, sin entusiasmo. Ha vivido durante años fuera de Perú y ahora, de vuelta, los ojos con que mira a su país han cambiado mucho. Dice que el paisaje se asemeja al residencial San Felipe: desde la distancia, en la pantalla del ordenador, la imagen resplandece como un nuevo amanecer, y sin costar demasiado dinero a los contribuyentes, pero cuando te metes dentro, entras a las habitaciones traseras, exploras los rincones más oscuros y descubres lo que esconde la realidad. Decadencia, malestar, niebla.

Claro, a Coya le acusan de ser demasiado crítico con los cambios que está viviendo Perú, de ser poco patriota por no tragarse la ideología neoliberal, de no comprender la realidad peruana, por haber puesto tierra de por medio. ¿Crees que sabes más por haber vivido lejos?, le reprochan miradas y palabras que disfrazan emociones oscuras, quizá envidia. No, no lo cree. Pero, ¿por ello sabe menos? 

Pasamos por delante del Parque de las Leyendas, el zoológico de la ciudad, en cuya puerta una multitud aguarda cola. Hay muchos niños y niñas con globos, con algodones de azúcar, se escucha música, risas y gritos. Coya les observa y dice que algunas cosas sí mejoran, porque cuando él era pequeño, en este zoo solo había un león famélico, dos papagayos desteñidos y ninguna cola en la puerta. Y me hace reír.

Damos vueltas por Lima durante dos horas. De Miraflores volvemos a San Isidro, un zigzag, un par de giros y de vuelta a Miraflores. La tarde gris se ha oscurecido, refresca y todo esto sería muy bonito, hasta romántico si no fuera porque no tengo sitio para dormir. Preguntamos en varios hoteles, en cinco para ser exacta, pero ninguno tiene habitaciones libres. En unos días empieza la feria gastronómica más importante y famosa del país, Mistura, la gente está llegando desde los más remotos lugares del mundo para participar, para probar, para inspirarse con las obras maestras de la cocina peruana y han procurado tener habitación reservada desde hace meses. ¿Por qué no tiene una reserva, señorita? ¿Cómo viene sin planificación a una ciudad que no conoce? Me defiendo explicando que yo tenía mi plan, pero la vida me guardaba otro diferente. Coya me mira confuso, casi enfadado, como diciendo que estas tonterías no nos ayudarán, y empieza a soltar nombres propios, saca su artillería pesada, su gracia, su mirada penetrante y su labia, pero nada está funcionando para reblandecer la firmeza de las recepcionistas.

— Queda un hotel más que conozco en Miraflores. Un amigo estuvo allí una noche hace tiempo y le gustó mucho. Vamos allá.

Coya debe estar agotado, igual que yo, pero habla del único hotel que nos queda por probar como si fuesen diez. Mientras yo noto como un sutil temor se desliza por mi pecho. Y si no…

Coya arranca, dobla a la izquierda y frena en el acto. Un hombre mayor con una muleta espera para cruzar la calle, pero nadie parece verle. Los coches, las combis, los micros pasan de largo, aunque la luz de los faros de cada vehículo les revela con crudeza la desesperación de la solitaria figura. Nadie se detiene. Su mirada fija atraviesa el cristal, penetra hasta nosotros para asegurarse que el vehículo se ha parado del todo y por fin podrá cruzar la calle. Comienza a avanzar despacio, con mucha dificultad. Detrás de nosotros se está formando una cadena de coches, que al principio aguanta este parón, pero diez segundos más tarde arranca el coro de cláxones con tanta insistencia que el viejo y su muleta empiezan a temblar por el esfuerzo que les supone ese acto tan sencillo de caminar. Sufro con cada paso suyo, Coya aguanta la respiración. El tiempo parece haberse suspendido, pero no la vida. Esto es la vida. Este anciano y su hazaña en esta noche brillante, dulce y de luz oscura, como dice la canción.

Cuando alcanza la acera de enfrente suspiramos aliviados. Llegamos.

— Debe de ser la primera muleta de su vida y no sabe cómo caminar bien con ella, pero la gente se desespera por tener que esperar dos minutos en sus coches fortaleza.

Hay un cariz molesto en su voz cuando retoma el viaje. Coya maneja despacio, con cuidado, en contraste con la impaciencia suicida que reina en esta ciudad de casi diez millones de habitantes. Él tiene tiempo.

Ya se ha hecho de noche cuando giramos a la derecha desde la avenida Larco y entramos a la calle unidireccional José González, de viviendas nuevas y tranquilidad residencial. A unos cien metros de la avenida principal, en el lado izquierdo, emerge una mansión señorial blanca. Unas luces tenues encendidas le dan un aspecto novelesco, suave, irresistible. Suspiro asombrada mientras me inclino hacia adelante en mi asiento de copiloto para examinar mejor la estampa. Una verja negra de hierro con adornos, una manta de hierba bien cortada y un caminito de piedras hasta la puerta principal. Es hermoso.

— ¡Me encanta! Seguro que no tienen habitaciones libres…

— ¡No digas eso! Siempre piensa y di cosas buenas, describe situaciones que quieras que sean verdad y así lo serán.

Coya me reprende con una seriedad inesperada, y me hace mirarle con interés. Esto suena muy a Louise L. Hay. Y citar a Hay es algo que no suele ocurrir a menudo, por no decir nunca, en los labios de la gente con quien ando.

— Tienes razón… Bueno, ¡probemos! Me encanta este hotel y es aquí donde voy a vivir durante mi estancia en Lima porque hay una habitación perfecta esperándome.

— Mucho mejor. Y ahora relájate y observa lo que pasa.

Lo dice con naturalidad, sin misterio, sin sim sala bim ni hocus pocus, y llama al timbre. Un tímido clic nos abre la puerta y entramos. La recepcionista joven, de rizos indomables, nos sonríe porque sí, cómo no, hay una habitación libre, además para los cinco días como la señorita necesita. Me entrega la llave con el número dorado grabado y Coya me guiña el ojo mientras un muchacho uniformado sostiene mi maleta y me pide que le siga. Atravesamos un patio interior verde precioso con palmeras, una fuente y flores, se oye algún pájaro cantando, y nos metemos en un pasillo blanco y ancho, con las paredes decoradas con telas tradicionales de los Andes de colores vivos. Yo las admiro pensando que todo aquí es adorable, maravilloso, cuando el runrún de las ruedecillas de mi maleta cesa en frente de la puerta número cincuenta y seis. 

Lo primero que hago es entrar al cuarto de baño y abrir el grifo de la ducha. Aquí, y ya lo sabía antes de siquiera haber tocado el grifo, la ducha funciona con inmediatez. El agua caliente empieza a caer con fuerza, con alegría. Todo está bien.

— Sí, es el sitio perfecto — susurro mojándome los dedos, sin poder creer del todo lo que acaba de suceder.



Comentarios
* No se publicará la dirección de correo electrónico en el sitio web.
ESTE SITIO FUE CONSTRUIDO USANDO