05 May
05May

— ¿Qué quiere que pase?

La señora mayor se acomoda sus gafas con un gesto lento para verme mejor. Sus ojos encendidos y esa mirada que se balancea desconcertada y suspicaz, me sorprenden. La intención de la conversación no iba por ahí. Ni de lejos. Mis palabras debieran haber provocado ensoñaciones, sonrisas cómplices, hasta recuerdos apasionantes, pero no espanto ni esa clase de sorpresa. Para eso ya está la fila de migración del aeropuerto, capaz de estrangular el romanticismo de cualquier aventurero.  

Fue por eso, solo por esa sosería del momento, que empezamos a conversar mientras esperabamos el turno. Entre unas cosas y otras le confesé algo que me pasa desde hace bastantes meses y que debe de ser familiar para mucha gente. Por eso mismo saqué el tema de los anhelos universales provocados por las condiciones astrológicas, por tener algo en común para conversar con la señora de gafas. Le hablé de esa esperanza, al principio vaga, que se te mete dentro antes de un viaje, sea largo o no, y empieza a crecer y crecer, y a cobrar vida hasta convertirse en una certeza, en un saber casi profético, de que esta vez será diferente. Que este viaje por fin, después de tantos años, dará un giro inesperado e incluirá personajes increíbles, momentos que te erizarán la piel, conversaciones misteriosas, descubrimientos secretos que darán un vuelco a tu vida y que te regalarán lo inimaginable. Te lo repites día y noche, en cada cena, en cada pensamiento, lo visualizas, lo saboreas, hasta que viajas y llegas a ese lugar extraño, soñado, a esa ciudad, a ese pueblo, a ese punto en medio de la nada, a ese entorno perfecto para la aventura y… En ese instante suspiré rendida y le dije que al final, a decir verdad, casi nunca pasa nada, y todo continúa igual. Supongo que fue ese lamento inesperado que incitó la pregunta atemorizada de la señora.

— ¿Que qué quiero que pase? Algo extraordinario — mi voz suena tranquila, aunque esté un poco sorprendida por verbalizar algo obvio —. Quiero que en este viaje pase algo radical, algo que lo cambie todo... Perdone pero, ¿usted no?

Ni un músculo se mueve en la cara de la mujer. Como si la pregunta no hubiese ido con ella o no la hubiese escuchado, y estoy segura de haberla pronunciado en voz alta. Es entonces cuando desvía su mirada hacia la escena que ocurre al mismo tiempo en nuestra fila. Sigo sus ojos con los míos. Dos oficiales varones le piden a una mujer que les acompañe, a ellos y a su perro, que salta y da giros nerviosos alrededor de un bolso, a una sala oculta tras una pared gris. Es una mujer exuberante, preciosa, con su melena ondulada, sus labios rojos y su vestido de vuelo, que me mira alarmada, suplicante durante un segundo pero ¿qué puedo hacer yo? La mujer espectacular desaparece y la gente, que por un momento murmuró desconcertada, baja sus voces y el ruido tedioso de las lámparas fluorescentes invade el espacio de nuevo. Tampoco nosotras encontramos ya nada más que decirnos hasta que llega su turno para pasar el control. Antes de acercarse a la mesa del oficial, la señora mayor se gira para mirarme. Me observa seria, pero ya no es solo la desconfianza reflejada en sus ojos marrones tras los cristales de sus gafas, sino algo más oscuro.

— ¿Lo ha visto? A esa mujer le acaba de pasar algo extraordinario, algo radical. ¡Tenga usted cuidado con lo que desea! Los deseos se hacen realidad.

— ¿Cómo dice?

Lanzo la pregunta sin pensar, por pura inercia, para ganar tiempo. Escuché a la perfección lo que dijo. Pero pregunto, tengo que hacerlo, porque noto como mi corazón empieza a trepar por las paredes de mi garganta y necesito una interrupción para asimilar sus palabras, asimilar la situación entera. La señora no añade nada y se despide con media sonrisa cuando el funcionario de la mesa más lejana me hace señales. 

— Señora, ¿el objetivo de su viaje?

El oficial del ceño fruncido y del bigote pequeño no me mira cuando pregunta ni cuando, como todo el mundo, yo le ofrezco una verdad a medias. Por turismo, le digo distraída mientras busco con la mirada a la señora de gafas. ¿Qué demonios quiso decirme? Giro la cabeza a los lados, sigo cabellos negros, nucas morenas, gente diminuta, pero ninguna es ella. Suspirando vuelvo a centrarme en el oficial que está tosiendo. Es una tos seca, cerrada que le colorea la cara de rojo del esfuerzo y es entonces cuando mi mirada se queda prendida en su bigote. El fino hilo peludo está un poco más corto por la derecha que por la izquierda y, como no es algo que una espera encontrar en un sitio así ni en una persona de estas características, acapara toda mi atención. Mi inquietud crece por segundos y es cada vez más difícil de disimular, pero él no lo nota. No se mueve incómodo en su silla, como las personas que se saben observadas, ni aparta la mirada de su pantalla mientras teclea sin parar. Supongo que reproduce mis respuestas y datos personales, aunque podría estar redactando algo mucho más útil, importante e interesante para la humanidad. Una manifestación sociopolítica anticapitalista, por ejemplo.

— ¿Qué le pasó?

— ¿En qué sentido?

Miro el bigote con curiosidad. A esa pregunta puedo ofrecer varias y diversas respuestas. Y todas muy interesantes.

— A su pie, claro…

Arrastra las palabras como si hablase con una niña de tres años o con una borracha.

—Ah, claro, mi pie… Pues fue el deporte.

Le examino con interés creciente. ¿Cómo lo ha sabido? Ni siquiera me ha mirado. El oficial, sin distraerse de su pantalla, asiente y me devuelve el pasaporte de tapas rojas sin más comentarios, fortaleciendo así mi convicción de que nada de lo que ocurre en los aeropuertos, a pesar de lo rutinario, natural e insignificante que aparenta ser, lo es en realidad. 

Seguro que también sabe que ahora mismo estoy ovulando.

Paso la migración detrás de una mujer grande, de espalda ancha, que sigue con devoción religiosa las flechas indicando la recogida de equipajes, pero yo avanzo demasiado lenta por mi cojera y la espalda ancha desaparece entre tantas otras. Es solo el segundo día, después de haber pasado cinco en el aire, que mi pie derecho se apoya en el suelo e intenta recordar el acto de caminar. Lo hace imitando a todos los demás pies, que nos pasan de largo y nos miran con curiosidad desde su arrogancia de extremidades inferiores sanas. ¿Qué le pasa? ¿Por qué caminará así? ¿Es de nacimiento? Mi pantalón tapa la negra tobillera del todo, así que se quedan con la duda. Mejor. Pienso con cariño en mi tobillo hinchado, en sus hematomas, en su apariencia dolorida. Ahora, una semana después de la lesión, tiene todos los colores del arco iris. Y eso, le dije en voz alta entre caricias, es muy bonito. Sí, hablo con mi tobillo. También hablo con mi estómago acariciándolo cuando alguna comida le ha sentado mal, y con mis senos y mis ovarios cuando se estresan expulsando óvulos para renovarme cada mes.

Si se entera la gente con la que me relaciono de esto dejan de hablarme.

En las pantallas informativas aparece el cinco, el número de la cinta donde arrojarán nuestras pertenencias, y me dirijo hacia el lugar. Somos semblantes serios, alienados a lo largo de la cinta sin fin de equipajes, iguales a tantos semblantes a lo largo de tantas cintas de tantos aeropuertos, esperando esas maletas preparadas con cuidado hace apenas unas horas. La incertidumbre de aterrizar con vida después de haber alcanzado velocidades y alturas vertiginosas ha sido sustituida por el desasosiego que provoca el destino de nuestra maleta.

Nada en este domingo de septiembre esperando a mi maleta roja, entre la gente uniformada de rostros serios en el aeropuerto internacional de Lima, hace presagiar que este viaje podría ser diferente.

Que este viaje lo cambiará todo.



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