28 Dec
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El sonido rechinante de las ruedecillas de la maleta me acompaña hasta las puertas corredizas, que se abren en silencio revelando la sala de llegadas. De repente hay más luz, más aire, más bullicio. El muro humano que hay detrás del cordón, frente a las puertas, me observa expectante. Y yo a ellos. Hay muchos cuerpos comprimidos entre otros que sostienen letreros con nombres escritos, muchas cabezas buscando, vociferando nombres propios con apellidos, pero ninguno es el mío. Es decepcionante.

Miro a la derecha como había sugerido que hiciera Coya, el amigo peruano de mi compañero Harry Brown, que nos puso en contacto. Al principio no le veo, pero ahí está, lo más lejos posible del tumulto humano y por lo tanto de mí. Le distingo a duras penas porque no lleva ningún clavel en la solapa, ni una bufanda vistosa como en las películas. Y aun así nos reconocemos, repetimos nombres, luego un par de besos ligeros en las mejillas seguidos de unas palabras encantadoras. Le saco la cabeza y, aunque me sonríe con dos ojos grandes y brillantes como dos lagos volcánicos, tengo la impresión de haberle causado una pequeña decepción. Sospecho que no me esperaba tan lejos de sus gustos: ni tan alta ni tan coja. El entusiasmo, la gracia, esa simpatía desbordante reflejada en sus mails se disuelve delante de mis ojos.

Las cosas no han empezado demasiado bien. Mejor pasar a otro tema.

— Bien, te encontré a ti, Coya, pero además debería estar esperándome un tal señor Rosales con mis billetes para ir a Cuzco y a Machu Picchu. Pero no veo a nadie con mi nombre ni con el de la agencia de viajes.

Coya comienza a buscarle, quizá para darse un respiro, un punto y aparte, después de ese primer encuentro poco satisfactorio. Da la misma vuelta que había dado yo, delante del mismo muro de gente llegando a la misma conclusión. Rosales no está, tampoco mi nombre ni el de la agencia.

— Bueno, los peruanos muy puntuales no son… Además, es domingo por la tarde, estará viendo el fútbol en su casa así que… ¿Le llamamos?

Más que preguntar lo sentencia y saca su teléfono móvil. Rosales no tarda en contestar y nosotros en confirmar que el hombre no estaba al tanto de que ya debería estar en el aeropuerto ofreciéndome la calurosa bienvenida a su país con unos billetes y papeles de viaje. Nadie le había dicho nada. Cuánto más hablamos, más nervioso se pone Rosales. Parece estar convencido de que se equivocó él, a él se le había olvidado por completo este encargo y puede que todo esto le cueste hasta el puesto.

— Ahora no puedo hablar más, voy manejando por otro asunto de trabajo…

Al fondo se oyen ruidos de platos y vasos chocándose entre sí como si alguien estuviese fregando o colocando la vajilla.

— Usted no está manejando.

— Sí, señorita, estoy manejando…

— Usted no está conduciendo, se oyen ruidos de la cocina.

Insisto, pero Rosales no cede. Está manejando repite, está trabajando el domingo por la tarde, trabajando duro como una mula y ahora mismo llamará a la agencia para averiguar qué ha pasado. Diez minutos después me llaman desde la agencia para decir que la culpa de todo este malentendido, de esta rotura intencionada de la paz y la armonía de una tarde de domingo es mía. La situación empeora por minutos.

— ¿La culpa es mía?

Me asombra esa muchacha con voz de profesora de primaria que acabó de disparar su alegato a la defensa de la organización y de la puntualidad impoluta de su respetada agencia. Coya me lanza una mirada divertida; no ha parado de reírse desde la llamada a Rosales. Estamos entrando a la ciudad de Lima, que parece haberse quedado en los años ochenta, en su auto grande, caro y con asientos que huelen a piel nueva. El del copiloto lo tuvo que ajustar y mirándome serio dijo: “Claro, tú no eres del tamaño latino”. Es verdad, no lo soy, pero su frase sonó a reproche como si yo y no mis genes tuviese algo que ver con esto.

— Sí, señora. Porque usted no dio los detalles de su vuelo y debería haberlos dado con exactitud antes de llegar para que el señor Rosales supiera que...

La muchacha me ataca sin misericordia desde el otro lado de la línea.

— ¡Espere, espere! Vamos a ver, señora… Yo di el número y la hora del vuelo a mi agente porque...

— No, usted, señorita, no dio nada…

— ¿Cómo que no?

— Bueno, entonces, ¿cuándo los dio?

La muchacha está indignada, muy indignada. La imagino sentada en su mesa ordenada, con un bolígrafo en la mano haciendo equis en los documentos que recogen todas las tareas y las obligaciones que tiene cada uno en la agencia, en la clientela, quizá en el planeta entero, y donde se ve con claridad quién ha hecho qué, cuándo y con quién. Porque piensa que lo que importa es lo que hacemos, no lo que somos. Y ahora mismo se está volviendo loca. Por lo tanto, esta absurda conversación no acabará hasta que las cosas se aclaren del todo, los números cuadren, la lista esté completada, las culpas reveladas, las responsabilidades exigidas y las inocencias demostradas. 

— ¡Uf!… No me acuerdo cuándo, mando muchos mails durante el día a mucha gente...

— Sí, sí, señorita, estará usted muy ocupada... Haremos lo siguiente, me dice dónde se hospeda y le enviamos mañana a alguien al hotel con sus billetes. ¿Le parece?

— ¡Claro! ¿Por qué no empezamos por ahí enseguida? Pero bueno, da igual. Estaré en el residencial San Felipe en Jesús María.

El residencial San Felipe es uno de estos lugares donde muchos de los refranes populares contemporáneos encuentran su confirmación real, su razón de ser. Por eso me sorprende que la muchacha de la agencia no supiera la dirección ni hubiera oído de este sitio maravilloso. Maravilloso por su valor didáctico se entiende. Le recomiendo buscar en internet ya que es donde había encontrado yo la página espectacular del residencial. Con música relajante de fondo te prometen la experiencia de renovación espiritual y corporal de los balnearios, de las copas de champán y fresas preparadas junto al jacuzzi, de habitaciones luminosas donde las cortinas y las sábanas lucen como si fuesen de seda. Y todo aquel lujo por unos veintidós dólares la noche. Además, está situado en el barrio Jesús María, a un cuarto de hora a pie de la Universidad del Pacífico y del Centro Cultural Español, donde tengo hacer los exámenes. Mejor imposible.

En la pantalla del ordenador todo era perfecto. Casi siempre lo es.

Sin embargo, me encuentro en la entrada del residencial con dos jóvenes, a las cuatro de la tarde de un domingo, tomándose una litrona de cerveza que no es la primera ni la segunda y dudo que solo sea la tercera. De esto no había fotos en la web. Me saludan con la seguridad recién adquirida, característica de su edad y de los efectos de la bebida. Sus ojos vidriosos no me pierden de vista hasta que entro al edificio. En el sofá del amplio recibidor, casi a oscuras, duermen tres adolescentes más, amontonados uno encima de otro mientras el recepcionista, otro joven con gorra y camiseta de béisbol, me saluda desde un cubículo diminuto y desordenado con un movimiento de cabeza. De esto tampoco había fotos.

¿No hay nadie en este sitio que tenga más de dieciocho años?

Tengo la sensación de haber irrumpido en una casa donde la madre y el padre se han ido a pasar el fin de semana a la playa y su hijo adolescente, en su bendita ausencia, ha organizado la fiesta del siglo. Lo que queda de la noche son las consecuencias tremendas de hacerse adulto que el hijo ni se molesta en intentar a ocultar.

Esto no es serio.

— Si yo fuera tú pediría inspeccionar la habitación antes de registrarte.

Coya hace la recomendación mientras agarra más fuerte el asa de mi maleta y sin disimular repugnancia, alza los ojos al techo enmohecido. Su expresión se agrava aún más. Menos mal que está aquí, pienso, ya que su cara no muestra signos de mejora cuando se gira para examinar el pasillo largo, estrecho y siniestro por donde me lleva el recepcionista para mostrarme la habitación. Le sigo cojeando a un ritmo lento, que coincide con el del joven de la gorra. Arrastrando los pies me explica que la habitación es doble porque las individuales son demasiado pequeñas, y en la doble, como es más grande, estaré más cómoda. Me parece un razonamiento muy coherente.

La habitación ofertada tiene un espejo enorme colgado del techo, una cama de dimensiones aceptables, pero las paredes, cuyo enlucido se cae a pedazos, con manchas de humedad y grietas, parecen enfermas. Algo parecido a la lepra. Enfrente del espejo hay una ventana amplia que da a un patio interior donde han dejado todos los útiles de limpieza, el cubo, la fregona, varias escobas, los guantes y productos químicos.

— ¿La vista da al cuarto de limpieza?

Procuro no sonar irónica ni desafiante.

— No. Es un patio interior. Aquí no viene nadie.

— Pero hay cosas de limpieza aquí, ¿las ve? Y hay una puerta abierta… Serán de alguien, ¿no?

El joven no contesta, elige el silencio. Es su derecho.

Entro al cuarto de baño estrecho y descolorido preguntándole si la ducha funciona bien, me encanta que el agua tenga mucha presión. Me contesta que sí desde la habitación y abro la ducha. No pasa nada. No se oyen rugidos de las tuberías ni tampoco suenan las arcadas de la bomba de agua desde las profundidades de la tierra ni el agua empieza a caer. Nada.

— ¡Joven! Esta ducha no funciona.

— Sí, señorita, sí que funciona.

Se ha acercado al cuarto de baño y desde el umbral de la puerta observa lo que acabo de decirle. Por si acaso giro el grifo con más fuerza, le doy un par de golpes, pero no sucede nada. Me rindo. Le vuelvo a mirar sin saber muy bien qué decir. Él me responde con su mirada vacía, apática y otra vez opta por el silencio.

Muy bien. Por alguna extraña razón le comprendo. Cuando las cosas no ocurren como una planificó, a menudo lo mejor es parar y es ahí, en esa quietud donde suelen aparecer las mejores opciones. Opciones inimaginables hasta entonces.



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