25 Jun
25Jun

Cuando aparco ya me está esperando con una sonrisa amplia, hermosísima. Le indico que entre al coche, tengo una sorpresa para él. Es un hombre guapo que huele a ducha reciente y viste camisa blanca, se sienta en el asiento del copiloto.

– Pensé que no vendrías. Pensé que no volvería a verte más.

Me besa con ternura. Sonrío entre suspiros. Me dejo querer. 

– Espera un momento.

Saco un trozo de tarta de mi bolso. Me divierte su mirada de niño ilusionado cuando enciendo una cerilla como si fuese una vela y la planto en medio de la capa de  chocolate.

– ¡Feliz cumpleaños, amor! ¡Pide un deseo! Aun faltan seis días, pero así la sorpresa es más grande.

Ra se ríe a carcajadas. Dice que no lo esperaba y cierra sus ojos con entusiasmo. Sin borrar la sonrisa se detiene, se refugia en sí mismo durante tres segundos largos, e imagino en qué piensa, qué desea, toma aliento y sopla. Vuelve a abrir los ojos, sonriente, y comienza a comer la tarta que me ha salido deliciosa por todo el amor que vertí en ella, sabiendo que lo íbamos a disfrutar los tres. Los tres.

– Esta tarta sabe a gloria.

Ra habla con la boca llena y me hace reír. Está precioso. Todo el mundo es precioso cuando es feliz. Le beso con pasión. Si no fuese por mi móvil, que interrumpe nuestros arrumacos, me hubiera propuesto repetir algunos momentos de la adolescencia. Pero Om me pregunta dónde estoy, qué hago. Otra vez. Mi corazón se sube por la garganta, ya late en ella, me hace daño porque no cabe ahí. Le digo que no hay internet, que estoy con mi tesis y preparando la comida. No contesta nada. No me cree.

Media hora más tarde, acabamos de sentarnos en una terraza al sol, yo sin parar de mirar alrededor, Ra observándome preocupado, me llega otro mensaje de Om. Dice que tengo que elegir entre él o Ra. Y que lo haga ya.

– Tengo que irme a casa.

Estoy nerviosa y Ra no protesta ni pregunta nada. Arranco y vamos casi todo el camino en silencio. Ra apenas habla. Dice que me calme, que sea fuerte y que todo saldrá bien. Me lo repite varias veces, de diferentes maneras, con distintas palabras mientras me acaricia el brazo y me mira con amor. No paro de suspirar. Me ha hecho elegir. Om me ha hecho elegir.

– Pues nada, se acabó.

Lo digo en voz alta justo delante del hotel donde se hospeda Ra. Me hace prometerle que le avise en cuanto pueda para saber cómo estoy y por si tengo que coger mis cosas y pasar la noche en el hotel con él, vendrá a por mí.

– Te voy a esperar y ayudar en todo, amor.

Le sonrío a un Ra preocupado, pero mi sonrisa es triste, derrocada.

Om no está. Por un instante me siento aliviada. Quizá la tormenta pase también esta vez, quizá seguimos estando a salvo. Pero en cuanto me acerco a mi mesa sé que no. Om ha estado aquí. Ha venido desde el trabajo para verificar mi historia, mis palabras y cuando vio que no estaba en casa, que mentía, escribió en letras grandes y desiguales en mi agenda: “Esto me está volviendo loco. Si quieres, vete con él. Yo no puedo vivir así. Te quiero muchísimo”.

Junto al mensaje está su alianza de oro rosado.

Me dejo caer en la silla y por un instante no siento nada. Silencio. El tiempo se ha congelado. Yo también. Vuelvo a leer el mensaje, acaricio su alianza. Así que esto es. Esto es el final. Aquí se acaba todo. Todo se hiela en un instante.

Llamo a Ra y se lo cuento mientras las lágrimas empiezan a resbalar.

– No sé qué se supone que tengo que hacer ahora. ¿Me voy? ¿Me quedo?

Ra me dice que primero respire, que intente recobrar la calma.

– ¿Quieres llamarle?

No, no quiero llamar a Om, ni hablar con él. No quiero ni puedo.

– Estoy aquí contigo, amor. Lo que sea me avisas. Respira, todo va a estar bien.

Ra suena como si supiese exactamente qué hacer, cómo llevar la situación y sus palabras logran tranquilizarme. Decido prepararme el té, encender tres velas y reflexionar con calma. Mis gestos son mecánicos en la bruma espesa y opaca que me envuelve. Se acaba de destruir un imperio. Somos como aquellas ciudades coloniales que hace medio siglo fueron bellísimas, grandiosas, famosas por sus riquezas y que ahora, sin embargo, solo son ruinas. Por eso emergen grises, casi negras ante nuestros ojos y se ven acabadas, sin ventanas, sin puertas y parecen lugares embrujados, infernales y muertos. No obstante, se puede ver, intuir, imaginar a la ciudad de ataño, grande, próspera y conocidas como símbolos de una civilización. Igual por ello, una ciudad reconstruida es mucho más triste que una ciudad devastada, como escribió Hemingway.

Todavía faltan dos horas para que llegue Om. Decido esperarle para ver y comprender en qué queda ese ultimátum, ese comunicado oficial de expulsión de su vida. Coloco mi alianza de oro rosado al lado de la suya. Me parece lo correcto.

Esto es. El final.

La relación con Ra es como un experimento sociológico. Un laboratorio creativo. Una investigación académica. Me siento constantemente instalada en el exceso y en la anarquía. Un trago de buen vino detrás de otro.

¿Soy feliz así?

Miro el apartamento, miro todas las cosas que son mi casa, nuestra casa y ahora dejan de serlo. La foto de mi familia, los trofeos ganados en los torneos de pádel, las piedras recogidas en las playas de arena blanca, los libros, decenas de libros compartidos, debatidos, amados. Me calman mientras espero.

Si tengo que irme, al menos tengo un lugar para dormir esta noche. Tengo a Ra que me sigue recordando a través de mensajes que esto no es el fin de mundo, que la vida sigue, que todo va a estar bien. Leo sus mensajes varias veces porque me serenan, me devuelven la esperanza. Me recuerdan que hay vida después de un gran amor. Hay vida a pesar de todo y no se acaba por una cosa así. Le siento tan cerca. Ya no estoy sola en esto. Por primera vez no me siento sola.

Intento leer pero no lo consigo. Paso las páginas de las revistas, de los periódicos como si fuesen hojas en blanco y al final desisto. Enciendo la televisión, para ver alguna comedia, para que me hagan reír, para huir, pero nadie tiene gracia, nadie entiende mi tormenta y la apago. El tiempo pasa lento, arrastrando los pies, vacilante. En estos minutos ya he vivido varias vidas, he habitado diversos mundos con cada uno de ellos a mi lado y en uno sin ninguno de  los dos cerca. Las visiones me inquietan y me pongo de pie. Doy un par de vueltas en la cocina, echo un vistazo al salón, paseo por las habitaciones como un fantasma. Todo es familiar y extraño a la vez, pero no encuentro mi sitio.

Tengo que relajarme. Decido probar con los ejercicios de respiración que aprendí en yoga. Me tapo con los dedos los oídos, los ojos, la nariz y la boca y respiro formulando una larga eme. Varias veces. Me relaja, aunque el efecto no es tan abrumador, tan envolvente como esperaba ni tan calmante como lo fue la primera vez.

El tiempo sigue pasando lento. Lento. Lento. Me asomo a la ventana y respiro profundo. La ciudad se extiende delante de mí con sus torres, su incesante tráfico, sus corazones rotos y sus almas felices, sus parques, su inmensidad, su cielo con nubes amenazantes desde temprano. Por fin empieza a llover. Se acaba la primavera, me digo con una sonrisa pero la angustia va en aumento. Siento náuseas, malestar. Mis piernas flaquean, me duele la cabeza.

Alzo la mirada hacia la lluvia fina, pido ayuda a los ángeles para que me cuiden, para que me den luz. Les pregunto si saben qué tengo que hacer. No oigo su respuesta pero unos instantes más tarde percibo que están ahí. En nosotros, alrededor de nosotros, cuidándonos, protegiéndonos y regalándonos amor y sabiduría del alma. Porque las cosas son fáciles. Aunque no siempre lo parezcan. Las relaciones lo son, las personas, las esperas, todo lo vivido igual que las nuevas ciudades, los nuevos países, los nuevos textos que nacen de las puntas de tus dedos en cuanto te quedas a solas con la página en blanco lo son, ya que albergan todas las posibilidades del mundo. Nada de esto, lo que decidimos, lo que experimentamos, lo que creamos es realmente difícil. Nada. Y sin embargo, hay momentos, noches de luna llena, domingos con tardes perezosas, silencios de mediodía no buscados, cuando la opresión en el pecho y las tormentas en la cabeza quieren convencernos de lo contrario. A veces lo consiguen.

Y entonces veo llegar su coche y a Om salir de él.

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