Om se levanta de nuevo muy temprano y viene a darme un beso.
— Son las cinco y media.
Abro un ojo yo echo un vistazo rápido a su despertador. Dice que se va a comprar pescado. Ya lo sabemos, cuanto más temprano llegas al mercado, más fresca será la mercancía. Su voz se quiebra. Está llorando. Cuando oigo la puerta cerrarse no corro a la ventana. Sé que se siente roto ante la catástrofe inminente. Me está perdiendo.
Al volver del mercado Om me encuentra en la cocina preparándole una tortilla de jamón y queso para desayunar. Deja la compra y comienza llorar de nuevo. Le abrazo, le pido perdón mil veces, le beso. Luego pongo la mesa, le hablo de trivialidades, de las últimas noticias, del tiempo pero Om no para de llorar. No puede casi ni comer, las lágrimas caen como gotas grandes para mezclarse con el huevo. Su labio inferior tiembla, el tenedor se mueve en vano, mi corazón se encoge.
– En cuanto pienso en la semana que me espera – Om empieza a explicarse sin mirar a ningún punto en concreto. Sin mirarme. – Cuando pienso que Ra se va el miércoles, que quedan tres días más, me pongo tan triste, peor aún de lo que me siento ahora.
Intento no ahogarme en su tristeza, en su dolor, trato de mantener la calma que conseguí anoche y transmitírsela. Acompañándole, acariciándole, estando presente, a su lado, pero nada de esto consigue sosegarle. Y aunque no me lo pida sé lo que espera de mí. Sé lo que tengo que decir y ya no me importa hacerlo.
– No voy a volver a ver a Ra.
Le miro con amor. De repente mis metas, mis sueños, mis necesidades no pesan, no caben en este mundo. Le quiero tanto que me olvido de todo solo para que él siga feliz.
– No me importa. Tienes que ponerte bien, amor. Tu bienestar es mucho más importante para mí.
Le prometo no ver a Ra y Om empieza a tranquilizarse. Es lo único que puede calmarle. Por fin podemos comer, después limpiamos la casa, como todos los sábados, él barre y friega, yo me ocupo de la cocina, de los baños y del polvo. Dormimos la siesta con el canto de los pájaros. La pesadez de la vida flota en el aire, de vez en cuando se escapan suspiros de desazón, las miradas se prolongan, el abatimiento se expande. Dolor en cada palabra, en cada frase, en cada gesto de esta rutina común. La normalidad se ha convertido en algo extraordinario, especial, en una excepción. Abrazos que tienden puentes, besos que buscan el hilo rojo que se ha escapado de las manos, promesas, muchas promesas y afirmaciones contundentes. Todo va a estar bien, decimos los dos, lo superaremos.
– Quiero hacerte feliz, te quiero tanto.
Om cierra los ojos para abrazarme fuerte.
– Preocúpate de ser feliz tú, cariño, y así me haces feliz a mí.
Necesito creer, necesito que Om me crea, que todo va a estar bien, que vamos a ser felices.
Por la noche, tras una cena de almejas marinadas, vino blanco y una larga conversación sobre nosotros y el futuro, nos vamos al cine. Cambiamos de mundo. Om me besa el pelo, no me suelta cuando nos ponemos en la fila para comprar las entradas.
Tras una época en crisis todas nos vamos al cine con nuestras parejas a ver películas románticas con títulos empalagosos y con doble sentido, siempre con doble sentido, como "Y si no vuelvo" o "Si decido quedarme". También nos vamos a las montañas, a dar paseos que duran horas, a caminar para calmarnos, y también nos vamos a la playa, a pasear por la arena blanca, a nadar en el agua cristalina, a desayunar frutas exóticas en una terraza flanqueada por las palmeras, sólo a dos metros del mar, con el airecito acariciando nuestra piel. Esto es el paraíso, decimos, es un lujo y nos damos cuenta de que somos felices con indiferencia respecto a lo que pase o deje de pasar en nuestras relaciones.
Hacemos todo esto antes de esa decisión grande que lo rompe todo, o antes de una terapia de pareja que sabemos que no funcionará porque destapará todas las miserias que ni nosotras mismas queremos ver. Somos muchas y sin embargo, nos sentimos solas en este proceso. Como si todo esto no le pasase a nadie más. Pero pasa. Y pasa mucho. No sé si lo hacemos para recordar cómo era, cómo éramos juntos o para descubrirnos de nuevo. Quizá ambas cosas. Cambiamos, todo el mundo cambia, lo sabemos, nos transformamos, nos rebelamos, nos acomodamos. Nos solo las parejas como un todo sino nosotras también. Y puede que haga falta un terremoto de vez en cuando para sacudirnos, para despertarnos, para abrir nuestros ojos, y de paso el alma, para poder luchar. Pelear por la belleza, por la dignidad, por el amor. Por la vida.
La sala de cine está a rebosar. Todo el mundo lleva bandejas con montones de comida rebozada y bebida tamaño XL, siempre es XL, y las pantallas iluminadas de sus móviles no paran de aparecer y desaparecer de nuevo. Ya han pasado quince minutos de la hora oficial de comienzo y seguimos viendo publicidad. Sobre todo anuncios de comida. Ponen sólo dos tráilers de películas entre las hamburguesas gigantes y las chocolatinas. Luego hay una mujer enorme con una sonrisa grotesca en la pantalla, incitándonos a comprar sus cómodas sandalias. El crujido que la gente gorda metida en ropa ceñida produce con sus bocas comiendo palomitas es mecánico, repetitivo como el de una lavadora. Todo me resulta nauseabundo, la inquietud y el malestar van en aumento cuando empieza la película. Se titula “La huida”.
Om me agarra de la mano. Como siempre. Como desde hace tantos años.
Me sorprende la manera en que mi alma tiembla de alegría, como hace tiempo que no pasaba, mi corazón late más de prisa, casi bailando, cuando me oye soñar libre con el vuelo donde Ra es el mapa. Una nueva piel con sus nuevas maneras de sentir, de gozar, de amar. Ra es explorar, encontrar, crecer. Ra es tantas posibilidades, tantas ventanas y puertas de colores distintos, es tantos horizontes dorados, nunca uno solo, que se hace difícil para cualquiera dejarle pasar de largo, pero para mí ya parece casi imposible.
A veces tengo la sensación de que a pesar de todos los obstáculos, a pesar de todos los muros por derribar, fronteras y océanos que cruzar, a pesar de que yo sea la que viaja, la que también es el viaje, a pesar de todo, no pararé. No pararé en este camino hasta que lo haya saboreado y estudiado a conciencia, hasta que haya recorrido todo ese cuerpo, nadado en sus ojos para ver mejor, para ver mar adentro, hasta que haya jugueteado agotándome en sus labios para sentir la energía abriéndose camino entre los mares y las montañas de mi piel, desde la boca hasta los pies, dejando detrás de sí una línea excitante de millones de células saltando de satisfacción, cantando de placer mientras exclaman mi nombre junto con el de dios. No pararé hasta que haya admirado su grandeza, descubierto todos sus talentos, sus lados oscuros y sus soles, disfrutado de cada rincón, de cada melodía que es capaz de tocar su alma cuando florece, cuando ama, cuando es feliz. No pararé hasta que le conozca de verdad.
Eso puede tomar mucho tiempo, una eternidad, sí, pero tengo todo el tiempo del mundo.
Me levanto consciente del agotamiento de mi cuerpo y de la opresión en el pecho. El fin de semana ha sido exuberante en emociones, en cuerpos, en símbolos. Fue demasiado, una exageración. Todo esto me está superando, no puedo con ellos.
Om se fue más tranquilo a trabajar, al menos en apariencia. Un beso y “te quiero, mi vida”. Le dije que iría a la biblioteca y después a la peluquería, pero al final he vuelto a quedar con Ra. Se vuelve a Madrid en dos días y me ha suplicado que nos veamos. Le dije que no puedo, que le prometí a Om que no, pero me insiste, me pide, me tienta. Y caigo.
Cuando estoy en la avenida Masaryk esperando a Ra, que está haciendo fila en la sucursal de un banco, recibo un mensaje de Om, me pregunta dónde estoy, qué hago. Digo que estoy en casa trabajando. Mis dedos tiemblan, se equivocan, suspiro. No me gusta mentir. No a Om. No después de todas las conversaciones, de miradas, de pactos íntimos del fin de semana. Ya no sé a quién ser leal. Ahora ni siquiera sé qué significa la lealtad.
Om sospecha algo y me llama al móvil. Le digo que estaba en la peluquería, pero ya estoy llegando a casa. De hecho no puedo hablar porque voy conduciendo. No me cree.
En cuanto Ra se sienta en el asiento del copiloto le miro durante un buen rato, le beso y le digo que tengo que volver a casa. Me mira sorprendido, ofendido, decepcionado, pero su boca pronuncia palabras que dicen que no hay problema, ningún problema de hecho, y que le podía dejar en cualquier sitio. Le llevo a un centro comercial cercano y paro en medio del tráfico, pitidos, mucha gente y calor sofocante de mediodía para dejarle junto a un ruido ensordecedor, sin vida, pero tengo que volver a casa. Por el retrovisor veo su rostro acompañándome hasta que desaparezco entre el mar de vehículos.
Al llegar a casa, subiendo las escaleras mi corazón rebota entre la culpa, el miedo y las dudas. Se me pasa por la cabeza que Om pudo haber venido a comprobar mis palabras. Aunque pensándolo bien, él no está tan loco, no es tan obsesivo como para escaparse del trabajo solo para confirmar si estoy en casa. Entrando por la puerta veo que no lo ha hecho y respiro aliviada.
Dejo mis cosas en la mesa, me preparo un té, enciendo una vela blanca y me pongo a releer un capítulo de mi tesis doctoral. Necesito volver al mundo de las ideas, de las teorías, porque el de los sentidos, el de la práctica está acabando conmigo. No siento pena por Ra. Creo estar haciendo lo correcto. La doble vida, las huidas, tapar las huellas no forman parte de mí.
No soy así, me digo, y me sumerjo de nuevo entre las páginas escritas durante los últimos meses.
Por la noche Om y yo tenemos una larga conversación sobre el control.
– Aunque te entienda y comprenda las inseguridades creadas por mis mentiras, las razones porque lo haces… No puedes ni deberías hacerlo.
Hablo con toda la dignidad del mundo mientras Om asiente. Me entiende, me pide perdón.
– Nunca hemos vivido una crisis así – digo con mucha ternura. – Y llevamos diez años creciendo juntos. Y seguimos aprendiendo. Solo que yo, ahora, tengo un impulso, un deseo de saber quién soy yo. Sin ti. Perdóname, cariño. Porque suena cruel, suena a despedida y me gustaría que no lo fuese, pero no sé cómo hacerlo.
Om me coge la mano, me besa. Habla de la importancia de preocuparse por una misma, de la felicidad de cada uno. De aceptar y de querer. Sobre todo, de querer ver. Potenciar la luz propia tal como es. Así hablará con todos sus pacientes, pienso enternecida.
– Hay que reconocer el lado oscuro de una misma, de uno mismo. Y si hace falta, perdonarse los malos pensamientos, los errores, los pasos en falso. Igual que perdonamos a nuestros seres queridos. Reconocer que también somos así. Y que ser así está bien.
Su voz suena como siempre. Suave, melódica, serena. Es una charla preciosa. Profunda. Nos sentamos en el sofá, abrazándonos mientras la luna brilla tan clara y rodeada de estrellas en ese cielo nublado diciéndonos que aun todo es posible.
Todavía estamos a salvo.
– Estaba feliz anoche. Solo charlando contigo así como siempre. Muy feliz.
Om me cubre de besos. Yo también. Ha dormido bien, se va a trabajar contento, algo que no pasaba durante mucho tiempo. Me alegra verle así. Las cosas, la vida parecen haber vuelto a su sitio, el mundo ha recuperado la calma. Me levanto con ánimos, con ilusión y decido preparar una tarta francesa de chocolate. La favorita de Om.
Cuando el horno empieza a emitir olores dulces, hogareños, que dibujan una sonrisa en la tez de mi alma, Ra me manda un mensaje. “Amor, ¿vamos a vernos hoy?”. Se va ya, le quedan solo dos días, necesita verme. Me quiere. Me adora.
Quedamos en la entrada del Bosque de Chapultepec.