11 Jun
11Jun

Me despierto porque Om está yéndose. Desde nuestro dormitorio, con los ojos cerrados aún le oigo moverse por la cocina, dejar la taza verde en el fregadero, ponerse los zapatos. El aroma del café recién molido flota en el aire, la radio indica que son las cinco de la mañana. Entonces se acerca y me besa en la mejilla. Es un beso rápido, frío y no le sigue un “te quiero, mi vida”, como todas las mañanas.

— ¿Adónde vas tan pronto, cariño?

Susurro con dulzura, sin abrir los ojos, como si intentase atenuar el golpe que llega pero al mismo tiempo sin querer verlo. Om dice que va a trabajar. Su voz cortante, seca, lejana retumba en mis oídos cuando sale del apartamento. Con el portazo abro los párpados de golpe.

Me levanto, corro descalza a la ventana y le veo. Veo a mi amor desde la planta veinte, ese punto y esa línea diminutos en la acera, andando con paso firme, rápido, rabioso hacia su coche. Busco mi móvil para mandarle un mensaje y preguntar qué pasa. Está claro que algo está pasando y solo espero que no sea lo que me temo.

Om me contesta en seguida. Me dice que no estoy siendo sincera con él. Cree que le miento. Le preguntó por qué lo dice, aunque intuyo por qué y sin embargo, se lo pregunto. Dice que sabe que no comí en casa el martes. Y tampoco el miércoles.

Noto la tierra temblar bajo mis pies.

Las paredes se acercan, el techo ya no parece tan alto.

Le pido que me vuelva a llamar cuando tenga más tiempo en la consulta, y Om me llama. Antes de que yo pueda decir algo me pregunta si Ra está aquí. Si está en México.

Pausa.

Con un hilo de voz le digo que sí. Ra está aquí.

Y empiezo a llorar.

Mi marido me dice que hablamos por la noche y cuelga.

Enfrente de nuestro edificio han empezado a matar árboles. Lo descubrí cuando volvimos de la playa el sábado pasado y ahora solo quedan cuatro, quizá cinco de pie. Los cadáveres están tirados por el suelo, en ese mismo suelo donde la excavadora ha dibujado círculos negros como la muerte sobre la hierba dejando sus huellas pesadas y destructivas. Esa misma hierba lucía verde, joven, esperanzadora hace dos semanas ya que entonces parecía salvarse de la amenaza de las torres de piedra y cristal con sus coches de marca y sus canchas de tenis, con sus piscinas y familias tradicionales con papá, siempre primero papá, y mamá con sus dos hijos rubios, un niño y una niña, siempre un niño y una niña, que anuncian, prometen, venden la vida perfecta en los carteles que hace tres meses aparecieron en nuestra calle.

Esta ciudad se esfuerza mucho para ser una ciudad muerta. Una ciudad artificial, de apariencias, alienante. Una ciudad superpoblada, sobredimensionada para tapar la pobreza, para ocultar las miserias, para empujarlas a los márgenes y arrinconarlas, lejos de la vista. Importa el centro, dicen, y no la periferia, como si no fueran la misma cosa, la misma ciudad, la misma humanidad. Inabarcable se mire como se mire.

¿Qué cosas buenas pueden nacer en un lugar así? ¿Qué tipo de belleza tiene posibilidad de florecer en estas condiciones?

¿Es la vida siquiera una opción y si lo es, de qué tipo de vida estamos hablando?

Me siento atrapada aquí. Tanto que a veces me cuesta respirar. En mis días mejores miro rendida como se acercan, se acumulan, se expanden las casas y los coches en carriles de dos pisos, junto con la marea de gente obesa, cansada, mal vestida, enferma y envuelta en olores de comida chatarra, de comida muerta mientras se alejan los árboles, las plantas, el aire, la frescura, el viento. Mientras se aleja la misma vida.

La mayoría de mis amistades me mira extrañada cuando lo comento. Antes a mí tampoco me molestó, ni lo veía. Antes de Machu Picchu estaba ciega. Dicen que así es el crecimiento, la riqueza, la felicidad. Dicen que esto es vida - ¡una hamburguesa por veinte pesos!, ¡una camiseta por cuarenta! -, dejándome otra vez al borde de la asfixia.

Nadie puede vivir así. Nadie debería vivir así.

Por la noche Om vuelve un poco antes de la clínica y hablamos. Le cuento, omitiendo algunas partes, manchas, pecas de la verdad, que Ra está aquí por trabajo hasta el miércoles y hemos quedado para comer. No le había dicho nada para no hacerle daño porque es Ra. Es Ra con todo lo que significa.

Om me mira serio mientras pasa los dedos por su pelo, varias veces, exponiendo sin querer el temblor de su mano, el angustioso palpitar de su pulso. Me pregunta qué hay entre nosotros.

– Mucha complicidad.

Muerdo el labio mientras Om entrecierra los ojos y me observa expectante. Espera más, mucho más, porque intuye que hay más. Y me lanzo.

— Estoy ilusionada con Ra.

Al pronunciar algo inconfesable, incómodo, horrible, noto una extraña serenidad en el pecho. Es una seguridad singular, como si el alma, esa fortaleza interior que nace de la ausencia del miedo, confirmase su presencia. La verdad nos libera, asegura.

Y siendo libres somos invencibles.

– No digo que esté enamorada, porque creo que no.

Trato de aclarar mi situación emocional turbia, llena de matices y de tonos ocre pero, ya me oigo a mí misma, no tengo éxito en mis intenciones.

– Pero ilusionada, sí.

Om respira hondo. Baja la mirada y me pregunta de nuevo qué ha pasado entre Ra y yo.

Quiere saber cómo de grave es mi transgresión.

Le digo que lo he besado. Decir otra cosa es impensable. Le cuento lo que considero esencial, lo imprescindible, porque la alternativa no es siquiera una alternativa.

Y ahora el asunto está sobre esa mesa helada. Es enorme. El asunto, digo. Es deforme, aterrador, pero viéndo cómo es a la luz del día, el miedo ha desaparecido. Va a pasar algo que nunca ha ocurrido antes, y estoy lista, preparada.

Sé que puedo con todo.

Om asiente. Tras unos segundos dice que no es fácil escuchar eso, pero no es catastrófico. Prefiere saber que no saber. No sabemos lo que queremos, pienso apenada.

Seguimos hablando. Hablamos de no mentir, de intentarlo antes de que me vaya dentro de un mes a Madrid a defender mi tesis de fin de carrera. Hablamos de lo fuertes que somos juntos, lo felices. De lo extraordinario que es lo nuestro. Hablamos entre copas de vino y miradas prolongadas, hablamos con amor, con ternura, con fe ciega en el destino.

Antes de meterme en la cama, salgo al balcón a fumar mi último cigarro y mando un mensaje a Ra.

“Te pienso. Un beso.”

Cada noche levanto los ojos hacia el cielo. Hacia el espacio, a la eternidad y no digo nada. No hace falta. Todo está en marcha. Ra también está en ese cielo nocturno con su luna a medias y esa tenue luz de estrellas, algunas pequeñas, apenas visibles y alguna más grande. Dicen que el planeta que más brilla es Venus. Es lógico, pienso, es deseable, bien, hasta recomendable pero cuando yo lo miro veo otra cosa. Veo que hoy, en esta noche brillante, de luz oscura ese planeta es Ra. Y en él veo países lejanos, muchos países con sus cielos estrellados y sus cielos azules.

Veo un triángulo emocionante soñado juntos de Perú, España y México, veo paseos por las playas desiertas, largas, blancas cuando apenas amanece y el silencio todavía rodea al mundo, veo universos mágicos por descubrir, exuberantes, alegres, veo momentos íntimos que cambian el mapa de las arrugas en el rostro, que cambian destinos enteros.

Veo miradas y palabras y caricias que transforman la manera de respirar porque te inyectan vida, cuando tú pensabas que ya vivías. Y resulta que no. Al menos no del todo.

Veo el fascinante juego de las palabras, la búsqueda de la frase, de la metáfora, del ritmo perfecto en noches que se alargan, las madrugadas que empiezan antes de hora.

Veo la disposición, la valentía, hasta siento el vértigo de los grandes riesgos.

Veo que abrimos nuestras alas y volamos, y no digo que más lejos ni más alto, ni siquiera hablo de volar mejor, sino de volar de nuevo.

Volar de nuevo.

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