La forma de las nubes nunca nos parece un desacierto estético. Tampoco el orden de las estrellas, irregulares en intensidad y desiguales en distancia, nos produce desazón, ni nos perturban las cimas imprevisibles de las cadenas montañosas ni sus matices de color. Todo lo contrario, nos resultan perfectas tal como son. Sin embargo, en nosotros mismos, en los demás, en las distintas facetas de nuestras vidas evitamos esa espontaneidad, toda esa discordancia. Temiendo el caos, sorteando la incertidumbre buscamos enderezarlo todo. Anhelamos la regularidad, la simetría, una especie de encaje infalible donde todo aparezca definido con perfección creyendo ciegamente que así las cosas estarán bajo control y que todo tendrá sentido, hasta nosotros. Pero, ¿por qué? Si ya nos sabemos ambiguos, contradictorios, asimétricos.
Si sabemos que el mundo lo es.
Alzo la mirada que había seguido con curiosidad un sendero blanquecino bajo de mis pies. Demasiado a menudo dejo los ojos divagando por el suelo, lo sé, y demasiado poco los dejo reposar en las alturas. Para no tropezar, me excuso, resaltando la relevancia de los detalles, de lo que se encuentra cerca, de lo real. Solo los niños y las niñas, solo la holganza y la locura pierden tiempo persiguiendo el horizonte, me dijeron. Como si soñar no fuese imprescindible para vivir.
Como si la vida no fuese los sueños, como escribió Calderón.
Me gustaría compartir esta ocurrencia pero no conozco a nadie del grupo de los cuatro viajeros donde me colocaron. El viajero, mi querido viajero, se esfumó tras sus últimas palabras entre la gente que emprende la subida hacia la primera parada. Es el mirador sur con la vista al norte que les dejará con la boca abierta, prometió el guía. A dos metros de mí su voz monótona sigue contando, con una falta de entusiasmo admirable, cosas que ya sabíamos antes de llegar aquí. Que la gran ciudadela de Machu Picchu es sagrada y magnífica, que no existe nada como ella en el mundo entero porque nos ofrece tras tantos siglos una muestra espléndida, intacta de urbanismo inca, solo posible gracias a que se salvó del desastre colonial. Y que es aquí donde se junta la concienzuda técnica constructiva con el conocimiento impecable de la geología del terreno, y que esto da como resultado el prodigioso desarrollo de una ciudad integrada a la perfección al paisaje y al clima.
— Por todo ello ha sido designada Patrimonio Cultural y Natural de la Humanidad por la UNESCO y es incluida en las siete nuevas maravillas del mundo, aunque lo de “nuevo” aquí sobra.
El guía abre la cremallera de su chaqueta roja revelando un jersey marrón con dibujos diminutos de llamas y sigue contando. La prenda le da un aire infantil y tierno al hombre de unos sesenta años que con una señal lánguida nos insta a seguirle.
La antesala es un camino que serpentea entre un verde intenso y brillante que nos impide apreciar la altura. Se oyen risas y comentarios con más o menos gracia. El esfuerzo continuo de las piernas marca el ritmo, los bufidos del sufrimiento se contagian, el sudor comienza dibujar perlas y ríos en nuestras sienes y mejillas rosadas hasta que por fin estiramos la espalda, y nos damos cuenta del silencio absoluto que nos envuelve, y levantamos la cabeza.
Nunca estamos preparados para momentos así.
La majestuosa silueta del lugar nos deja sin voz.
El Huayna Picchu preside el momento. Es la misma montaña solemne, rodeada de magníficos precipicios, que ya he admirado en miles de imágenes similares buscando el contorno de un rostro inca serio y mirando al cielo, pero en su presencia mi corazón late más veloz. Es una sensación extraña reencontrarte con algo familiar mientras todo lo que te provoca y te remueve es ahora desconocido.
Animada por las sensaciones mi mirada corretea ilusionada sobre las cumbres de los gigantes de color azul oscuro que enmarcan el lugar. Los apus se muestran orgullosos y pacíficos, nos contemplan complacientes conocedores del gran impacto, de la enorme transformación que inducen en cada una de las almas que posamos los ojos en ellos.
Me acerco con cautela, a paso lento, respetuoso al borde de una de las terrazas altas del sector agrícola. Es sobrecogedor. La vista desde las alturas, los cerros, las líneas perfectas que trazan cuadros, los muros robustos, los círculos grises, los enormes escalones verdes antaño cubiertos de huertos y sembrados, de la ciudad perdida que se extienden bajo la mirada atenta y cariñosa de la cordillera. Nada de esto es cómo lo había imaginado.
El tiempo se detiene, el mundo conocido desaparece y Machu Picchu está delante, alrededor, arriba y abajo. Se encuentra en todas partes y apenas comienzas a aprehender la grandeza inimitable de lo que te rodea, cuando ya ha irrumpido tu interior. Te ha atravesado, como las cosas que merecen la pena. Cada respiración es un escalofrío.
Porque Machu Picchu no es un lugar, es un estado de la conciencia.
— ¡Perdona! ¿Me puedes hacer una foto?
El joven con camiseta blanca y barba cuidada, uno de los cuatro miembros de nuestro grupo de solitarios, me ofrece su tablet con la funda de rosas plateadas a juego con su ropa. Para destacar mis dotes artísticas, y para flirtear un poco, le digo que la fotografía es una de mis aficiones. Se queda igual: mirándome en silencio, los ojos entornados por el sol, y con gesto severo. Muy bien.
Doy cuatro pasos hacia atrás y busco el encuadre perfecto. El protagonista de la foto, es decir el Huayna Picchu y la ciudad inca deberían situarse en el centro y a la izquierda, mientras el acompañante, el joven hípster, se quedará relegado a la derecha. Presiono demasiado fuerte al botón de la pantalla, no sé si es por la emoción del momento o por mis dedos que antes eran dedos normales pero de repente, con la aparición de la alta tecnología, me parecen gordos, gordísimos. Le inmortalizo con una ráfaga de cinco fotos seguidas. Todas idénticas.
Inmortalizar suena ridículo aquí.
Pido disculpas mientras escruta las imágenes con gesto impasible. Dice que son perfectas. Miente, claro está, pero yo me siento un poco menos culpable hasta que la mujer alta, pelirroja y de pechos imponentes, el tercer miembro del grupo, me pide animada lo mismo, que la „haga inmortal” también a ella.
¿No me ha visto?
Le explico que acabo de sacar cinco fotos iguales con el dueño del tablet casi fuera de la imagen, que quizá no soy la mejor opción, incluso le enseño mis dedos, pero ella insiste que no le importa, ya perfeccionaré mi habilidad y además, viajando sola, las mujeres tenemos que hacer piña. Con su teléfono busco un encuadre radicalmente diferente del anterior, porque sobretodo soy una artista y odio repetirme. La coloco en la esquina izquierda, donde por un efecto óptico la enormidad de su cuerpo mengua mientras el Huayna Picchu y la ciudad perdida de los incas crecen con fuerza, ocupando su lugar honorífico en la imagen.
Esta vez acabo con solo tres tomas similares. Voy mejorando por momentos.
— Machu Picchu se comenzó a construir a mediados del siglo XV, y creo que fue un martes, pero puedo equivocarme. De lo que estoy seguro es que fue a la luz de la luna nueva — arranca de nuevo la voz monocorde del guía cuando empezamos a bajar unos escalones desiguales que nos conducen a la entrada principal—. La ciudadela fue erigida en tiempos del noveno gran soberano del imperio, Pachacutec. Aún se desconoce la función verdadera de este lugar que en menos de cien años, lo que dura una generosa vida humana, fue construida, habitada y abandonada. Y para tratar de explicar lo inexplicable, la ciudad ha sido descrita de manera muy general y ambigua como una residencia de descanso del Inca pero también como un centro político, religioso y administrativo del imperio. Los especialistas forasteros concluyen que fue un centro sagrado, una especie lugar de iniciación para los rituales incas, pero esto, claro, es una obviedad. El área de la ciudad, unas quince hectáreas, está divido entre un sector agrícola en la zona sur, de dónde venimos, y el sector urbano. Fue un lugar para las élites del Tahuantinsuyo, como se denominaba al imperio incaico. Aquí vivían unas cuatrocientas personas, todas de rango social alto y con algún tipo de parentesco con el Inca Pachacutec. Y muchos de ellos están enterrados aquí, de hecho hace cinco minutos estábamos sobre una de las cavidades funerarias. ¿Sintieron la energía de la muerte? ¿No? Bueno. A juzgar por la proporción y calidad de la arquitectura religiosa que se puede apreciar, está claro que la función defensiva de la ciudadela fue secundaria. Este hecho sorprende a muchos por el carácter bélico atribuido, con acierto, a los Incas.
Nos miramos la mujer pelirroja y yo; las dos desconcertadas por el fuerte contraste entre la parsimonia del guía y el contenido de sus afirmaciones. Parece estar por encima, hasta aburrido de esta información general que se da a los turistas y que está en los libros. Como si él albergase las respuestas a los enigmas que han atormentado a varios grupos de investigadores durante más de un siglo y que solo unos pocos merecen conocer. Quizá por eso nos mira despacio tras cada frase fuera de contexto, que en realidad son pistas, esperando que le descubramos pronto y le pidamos con ansia la verdad de toda esa historia. Su verdad.
Pero no le preguntamos nada. Le observamos con extrañeza, el joven barbudo ni parece prestarle atención mientras hace fotos de manera obsesiva y el cuarto miembro del grupo, un hombre moreno, fuerte y con gafas de pasta, acaba de cruzarse de brazos mientras aprieta sus labios tan fuerte que se han quedado en una línea fina. El guía no le agrada demasiado.
— El sector urbano de la ciudadela estaba dividido en tres zonas: el Barrio Sagrado, el Barrio de los Sacerdotes y la Nobleza y el Barrio Popular donde vivía el común de la población. Segregaciones claras e incuestionables. Como en las ciudades de hoy.
Recorremos las callejuelas de la ciudad, pasamos por la Plaza Sagrada, junto al Templo Principal, y trepamos por escaleras empinadas que miran al abismo. Mi cojera me impide un ritmo vigoroso así que avanzo despacio, evito alborotos, camino con prudencia y llego última a todo, perdiéndome la mitad de las explicaciones. Al menos a la cima de la loma sagrada llego antes que aquel británico mayor que tras un accidente de coche está escalando Machu Picchu con muletas. Cruzamos varias miradas y frases amables en cuanto nos dimos cuenta de nuestra condición similar. Él sigue sentado en una piedra grande a los pies de la escalera de la colina cuando yo miro hacia abajo con una ligera sensación de triunfo.
— Intihuatana, en quechua significa "lugar donde se amarra al sol", es la pieza más importante de un complejo sistema de mediciones astronómicas — dice el guía señalando con su dedo índice rígido de artrosis una piedra de color gris oscuro y de aristas peculiares. Parece una escultura accidental, casi una obra de arte contemporánea —. Con este sistema sofisticado se medía el tiempo por efecto de la luz y la sombra para determinar con exactitud, sin errores, las fechas de inicio y fin de las campañas agrícolas.
— Lo que viene a ser un reloj solar de toda la vida.
El comentario de la pelirroja con acento caribeño me hace reír.
— Junto con el Templo del Sol, que no se encuentra en buenas condiciones por la ira de los dioses, ya lo vemos más tarde, son dos de las tres construcciones más famosas del lugar. La tercera está a punto de revelarse.
Dicho esto el hombre sin ilusión empieza a descender por las escaleras de la colina. Le seguimos en silencio hasta volver a la Plaza Sagrada. En el camino nos encontramos con más gente, más empujones, risas y pedazos de historias de otros guías que desde la distancia, como nos pasa con casi todo, parecen más divertidas, más apasionantes que las nuestras.
A un lado de la plaza está el pequeño mirador en forma de media luna desde donde se aprecia la salvaje belleza de las aguas abundantes del Urubamba. Este río dibuja una herradura alrededor de la ciudadela y emite un rugido suave, acogedor y lejano en la profundidad. Me acerco al borde del balcón, me acerco a las enormes montañas, a su altura, al río indómito, a la eternidad. Y no sé por qué, no suelo hacerlo, y menos en sitios públicos, pero abro los brazos en cruz, saco pecho, cierro los ojos, dejo mi cabeza caer hacia atrás, con el rostro girado hacia el sol, y respiro hondo. Siento la ternura del viento en la cara. Me olvido de dónde estoy por completo y empiezo a escuchar una melodía. La letra de la canción que resuena en mi cuerpo es ininteligible, pero susurra secretos, suelta acertijos, da respuestas. Después de tanto tiempo leyendo y hablando del vórtice energético del Machu Picchu, experimento la energía transformadora del lugar como cuando los dedos puestos en la muñeca encuentran el pulso del corazón.
Tudum, tudum, tudum.
Cuando abro los ojos descubro a los tres componentes de mi grupo, y a unos cuantos viajeros más, detrás de mí en la misma posición: con los brazos abiertos, los ojos cerrados y sonrisas en sus rostros serenos, entregados a la naturaleza. No sé muy bien cómo reaccionar ante semejante éxito repentino así que hago lo esperable en estas situaciones. Sonrío con amabilidad. Los acólitos espontáneos me devuelven la sonrisa.
Quizá necesitamos creer que existe algo más, porque nos salva. Porque la belleza por sí sola, a menudo no es suficiente.
En el otro lado de la plaza, junto a un muro con tres ventanas el guía nos examina con impaciencia cuando hasta que por fin deshacemos armonía esa coreografía preciosa y aterrizamos cerca de él. Echa una mirada a las ventanas, como si quisiera comprobar que siguen ahí, antes de volver a clavar sus ojos en nosotros.
— Bueno, ¿ya han acabado con su ceremonia ridícula? ¿Sí?
A pesar de la seriedad de su cara, estallamos en risas. Por un momento, una eternidad, éramos parte del universo, éramos sabios e iluminados, éramos más humanos. Éramos uno, pero ahora...
¿Qué era lo que acaba de pasar? ¿Qué hicimos? ¿En qué pensamos?