El tren azul de Peru Rail espera como cada día que el reloj marque las 6:15 a.m. y se abran las puertas de la estación de Poroy. En una sala de espera aún en penumbra se amontonan los turistas, se empujan y se miran con desprecio, para luego sonreír no del todo sinceros con disculpas en los labios y sin dejar de buscar huecos, centímetros desocupados, intentando colarse en una de las filas desdibujadas que los oficiales uniformados de la estación intentan ordenar sin éxito, entre la gente que quiere ser la primera en ocupar los vagones. La espera, que hoy es joven, fresca y hermosa, bailotea impaciente, fresca, ilusionada, expectante, porque el viaje que está a punto de comenzar no es una excursión más, no es un simple punto en el mapa o un nombre propio exótico más en la larga lista de lugares programados que muchos llevamos anotada en la mente. No, hoy la espera no tiene nada que ver con esto. Porque ir a Machu Picchu es otra cosa.
Ir a Machu Picchu es El Viaje.
Lo sé yo, lo sabe la mujer de mediana edad que se sienta a mi lado, con el bolso en su regazo y apoyando su cabeza contra la ventana del tren. Lo sabe su madre octogenaria, que bajo la mirada apática de su hija se coloca frente a ella, acomodándose detrás de la mesa con dificultad, resoplando, jadeando, moviendo todo su cuerpo enorme hasta que en un resuello declara que ya está, y se queda quieta. Y lo sabe el hombre flaco que aterriza en el último segundo en el asiento libre que tiene nuestra mesa para cuatro. Es por su pelo alborotado que no le reconozco enseguida. Con esos andrajos y manos peludas parece un demonio.
—Buenos días — dice él con una sonrisa a todas —.
Es el Viajero. ¡No me lo puedo creer!
— Buenos días.
Contestamos y acto seguido fijamos la mirada en lo que pasa fuera del tren, en el otro lado del cristal. No sé cómo seguir desde aquí. No se acuerda de mí.
La mayor parte del viaje transcurre por un paso montañoso, de líneas sinuosas, aunque hay instantes que se estrecha tanto que las espaldas anchas de esa cordillera verde y enorme, de formas inimaginables e inhabitadas que nos rodean, no dejan que traspase la luz ni que se pueda respirar con tranquilidad, para luego abrirse otra vez y solo encontrar su marcha alegre interrumpida por una pequeña aventura a la altura de Huarocondo, cuando entramos al desfiladero de la quebrada de Pomatales. Es un camino en zigzag y el tren va despacio, parece estar cojo como yo y por eso baja la escalera con paciencia, uno a uno, da marcha atrás en un peldaño, frena para seguir adelante en el próximo. Las maniobras bruscas del maquinista nos sacuden, hacen temblar el alma, pero la gente se asoma a las ventanas con sus cámaras para admirar el milagro ferroviario construido sobre un abismo de piedra. Podríamos caer y matarnos aquí mismo. Todos. Sería una muerte horrible, trágica. Y tan romántica.
Falleció cuando iba a Machu Picchu.
— ¿Por qué viajamos?
La pregunta me despierta de mis ensoñaciones sombrías y hace que gire la cabeza hacia el Viajero. Está absorto en un libro de poemas, siguiendo con el índice el texto impreso en esas páginas amarillentas por viejas, por tocadas, por sentidas. No me mira, tampoco dice nada más. Quizá habla solo. Las calles de Nueva York están a rebosar de gente como él, allí no llamaría la atención. Quizá se le escapó la pregunta sin querer. A mí me pasa a menudo últimamente. Vuelvo a contemplar el abismo y la atracción de la altura sobre la mayoría de los turistas, que no paran de sacar sus cabezas, sus cuerpos fuera de la ventana desafiando al vacío.
— Le pregunto en serio. Usted qué piensa, ¿por qué viajamos?
Ahora sí me mira. Me mira con sus ojos oscuros y bondadosos. Me mira con curiosidad, con necesidad, con inquietud. Pero yo no estoy muy segura de cómo reaccionar ante su aspecto extraño y sin embargo, familiar. Parece que no me reconoce así que le devuelvo la mirada y digo que no suelo contestar preguntas filosóficas sin una copa de vino en la mano. Mientras el valor es no tenerle miedo a la muerte, el humor es no tenerle miedo a la vida.
Se le ilumina la cara y con un gesto rápido abre su mochila de colores rojizos, saca una botella pequeña de vino y dos vasos de plástico y los coloca en la mesita. Me sonríe. La madre y la hija le miran primero a él y después a mí, y le vuelven a mirar antes de disimular la pérdida de interés, una cerrando los ojos y la otra sacando una chocolatina.
— Se lo pregunto porque estoy leyendo una obra — sigue el Viajero y levanta el libro de las páginas amarillas para enseñarme su portada marrón y azul. No me suena el título “El viaje dentro del viaje” —. El autor es anónimo para el gran público. Pero para ubicarle le confieso que soy yo hace veinte años. Pues el autor trata de convencer al lector de que viajamos para regresar a nuestro verdadero hogar. Esa idea me resulta como mínimo inquietante, porque el hogar está en nosotros, es el mundo entero, ¿verdad? Pero si viajar significa la búsqueda del hogar, que es la búsqueda de uno mismo, entonces todavía sigo buscándome. Yo no sé si estoy de acuerdo.
¿No sabe si estar de acuerdo consigo mismo? Empezamos bien.
El vino sabe a barato, pero le sonrío con suavidad, con ternura. Sus palabras me recuerdan el libro de la maestra maya con un hueco enorme entre los dientes que encontré en la estantería del hotel mágico, un momento antes de ahogarme en el mundo del Viajero. Su libro habla de esto. Habla de los peregrinos que dejan su hogar en busca de algo diferente, algo de ellos mismos que no encuentran quedándose en el lugar de siempre, con la gente de siempre. Viajamos por placer, sí, pero también para explorarnos, para innovar, para ser distintos. Para probarnos en otras vidas.
¿Cómo soy yo en una vida distinta? ¿Cómo soy yo sin ti?
Hace apenas unas semanas le confesé a Om esos anhelos. Que a veces me hago estas preguntas. Ahora dudo si contárselo a él, si involucrarme en esta conversación. Porque sí, es verdad, el Viajero tiene aspecto de loco. De ese tipo de personas que te siguen a distancia por la ciudad con un portafolio negro, y sin embargo, noto cómo las palabras salen de mi boca sin esfuerzo.
— Bueno, no sé por qué viaja usted.
La mujer mayor ladea la cabeza y me mira alarmada, con auténtico pánico, y por un segundo veo nítida esa pregunta muda de qué-demonios-estás-haciendo en sus ojos, pero el traqueteo del vagón hace rebotar su vista demasiado, se cansa y me deja sola ante el peligro. El autor del “El viaje dentro del viaje” asiente con entusiasmo, animándome para que siga. Y yo sigo.
— Llevo preguntándome por qué he venido a Perú desde que llegué. ¿Por qué este viaje debería ser diferente a tantos otros que he hecho? Y sin embargo, lo está siendo. Siento que lo cambiará todo, si ya no lo ha hecho, sin saber cómo ni en qué sentido, pero estoy dispuesta. Y eso, claro, da mucho miedo. Da vértigo. A la vez que me llena de una sensación de estar viviendo como se supone que deberíamos vivir, con los ojos abiertos y el corazón en la mano, y que a menudo se nos olvida. Y yo no quiero olvidarme de vivir.
El hombre alza su copa y suelta un “¡Amén!” atronador que despierta a la mujer dormida a mi lado y de paso a medio vagón. Nos escrutan miradas curiosas, molestas, sorprendidas. No sé dónde mirar. Debería haberle hecho caso a mi mente, que me advirtió del desvarío que se cernía sobre mí, me entregó pistas cristalinas, ya que nadie hace ese tipo de preguntas en los trenes, se habla del tiempo y de los países de origen, son temas seguros, insulsos, sí, pero seguros. Por eso existe justo ese ritual de intercambio de opiniones y no otro. Tampoco se sacan botellas de vino así, a la primera, para compartirlas con cualquiera, ni nadie se plantea debates filosóficos consigo mismo en voz alta sobre sus antiguas creencias impresas en un libro suyo para luego pedir una segunda opinión a una extraña. Mi mente me advirtió de un perturbado a la vista pero yo no le hice caso.
Así me va.
— Se nota que está en un viaje iniciático, que su conciencia se ha expandido ya lo suficiente y está preparada para los correspondientes ritos de paso que le toca vivir. Ya lo sabe: la separación, la transición y la incorporación.
El Viajero me habla como quién habla de comprar el pan. Luego baja la cabeza y se sumerge en su lectura. Me quedo mirándole. Entre sus rizos negros se le ve un poco la calva y hace ruidos con su boca mientras lee.
¿Ya está? ¿Me dice esto y se queda tan tranquilo?
Con el vaivén tranquilo, seductor del tren se instala el silencio. Detrás de la ventana desaparecen árboles y arbustos verdes, piedras blancas y lisas, montañas enormes y el río Urubamba, manso por momentos. Me gustaría preguntarle sobre esta última frase. Interrogarle. Insistir. Obligarle a mirarme a la cara, pellizcar su mejilla, poner una navaja en su cuello si hiciese falta, traspasar los límites para seguir con esta conversación y meterme de lleno en este océano de misterio y espiritualidad con seres mágicos que me conocen mejor que yo misma, porque a estas alturas ¿qué más da, no? Pero mi mente se resiste con furor. “Está loco, chica, está loco de atar”, me grita mientras el hombre a quien describe con tanta sutileza pasa página y sonríe a un nuevo capítulo de su libro. “¡Déjalo, déjalo estar!”.
Y lo dejo.
No volvemos a hablar hasta llegar a la ultima estación, Aguascalientes. De nuevo un tumulto palpitante de turistas y de guías hastiados que les intentan agrupar, con los ruidos característicos de los pastores de las montañas para controlar al rebaño. De la opacidad fría de la mañana ha nacido un día espléndido de sol, cielo azul y claridad. El aire de las montañas despierta el cuerpo con dulzura y los rostros se relajan, las sonrisas se amplían. Para llegar al pueblo, indican los guías, hay que atravesar el mercado; es el único camino hasta la parada de autobuses que trepan a la ciudad perdida de los incas. Paseo con energía por delante de los puestos cargados de mercancías de todo tipo, y de las sonrisas obstinadas de las vendedeoras, envuelto todo en una mezcla de olor a cuero nuevo, a golosinas y a ropa vieja. Cada día, cada tren es una nueva oportunidad, y si llevas varios días sin vender nada seguramente comienzas a dudar de tus dotes de mercader, porque vender entre tanta presa fácil, entre tanto turista ilusionado, impactado, hechizado por el país es sencillo, pan comido, pero tú no logras cerrar tratos y te desesperas. Y comprendo que me seduzcan, que me toquen, me rueguen, pero que me entiendan a mí también mientras avanzo por el laberinto del mercado con la mirada al frente, con las manos en los bolsillos, con la boca cerrada y, desde luego, muy orgullosa de la fortaleza de mi carácter, de no sucumbir ante la manipulación emocional, de poder permitirme esa distancia, esa indiferencia. Y así consigo salir indemne del mercado.
Siguiendo a un grupo de alemanes con caras de saber dónde van, encuentro el autobús indicado y aterrizo en un asiento junto a la ventana. El autobús va llenándose poco a poco de fragmentos de conversaciones en idiomas conocidos y extraños, de risas entusiastas, de soplidos cansados, de color caqui y de mochilas verdes. Estamos a media hora de Machu Picchu. Estamos ilusionados, sí, y todos nos notamos expectantes pero también relajados, sorprendentemente relajados. Porque aunque seamos conscientes de la enormidad del lugar y del momento, de su magnificencia, ese saber es mental. Es lo que nos han contado. Sin embargo, como dijo el señor Rodríguez, las palabras de otros no nos servirán de mucho; hay que vivirlo, verlo, experimentarlo y entonces, comprenderemos.
— ¿Puedo sentarme aquí?
Giro la cabeza hacia el hombre sonriente de pelo alborotado. Es el Viajero.
— Sí, como no.
Me alegro de verle de nuevo y le devuelvo la sonrisa. Ocupa el asiento con un movimiento ágil, pero no sabe muy bien qué hacer con su mochila roja, así que la presiona contra su pecho con tanta fuerza que las venas dibujan un mapa de ríos en sus manos peludas. Noto que lleva un sol tatuado en la mano izquierda, entre el pulgar y el índice. Le pregunto por el significado. Recorre con sus dedos el sol, sus rayos, sus líneas azules cuando explica que su madre se lo hizo para que recordase siempre que se puede vencer a las tinieblas de la noche. Todos los días. En la cultura ancestral, el sol es el dios protector de las almas perdidas en los infiernos – que los hay exteriores e interiores, profundos, impuestos y duraderos o fugaces, chispeantes y delirantes – y las llevan al día siguiente, a la luz, al conocimiento. Para darles calor y esperanza.
— Es la descripción más bella e inquietante que me han regalado jamás de un tatuaje. Y del sol.
Sonriendo vuelve a mirar su sol particular. El autobús arranca y empieza a trepar la montaña con un paso lento y seguro. El motor ruge en cada curva cerrada y los pasajeros se callan mientras nos acercamos a la gran meta.
Es extraño perseguir lo intangible, lo luminoso, lo mágico. Para una europea atea como yo, digo. Es extraño darte cuenta de que lo estás haciendo porque lo necesitas, y lo necesitas porque hay un vacío en ti. Un vacío que no se puede explicar con la razón, ni mucho menos satisfacer con lo material, ni con el entretenimiento ni con lo intelectual. De todo tienes de sobra y con esto no te basta; el racionalismo no es suficiente. Porque falta la conexión. Y es la conexión, ese vínculo irrompible, lo que se busca. No solo con el mundo, con otras personas, sino con una misma. Reconocer que no te conoces pero anhelas conseguirlo. Abrir y traspasar esa puerta pesada y ligera para acceder a la vulnerabilidad, a la auténtica potencialidad, y también al lado oscuro. Es un acto de valentía. Un acto intrépido en una sociedad que valora la seguridad razonada, basada en diplomas y certificados, en logros personales establecidos y en caminos ya andados. Lo valoramos aunque resulte frustrante, insatisfactorio, porque detrás de la máscara hay un desierto vasto y profundo sin sangre, ni alma, ni amor. Sin vida. Es una manera de buscar ese estado de la conciencia anhelado, esa vibración universal, esa unión, sin saber que solo resuena en corazones abiertos, despiertos, preparados. Resuena dentro y no fuera. Hay algo de esto en mí. Percibo el alma con naturalidad. Creo en las estrellas, ¡por favor, en las estrellas!, y en los mensajes y en las miradas y confío en los saberes ancestrales de la intuición y del amor. Confío en el poder que llevo en mí. Y sí, me gusta pensar que somos seres espirituales viviendo una experiencia humana, que soy amor aunque ya oigo la voz al unísono de mis conocidos preguntándo: “¿Te has vuelto loca?”, oscilándo entre la sorpresa y la preocupación. Hasta hay un intento de salvación, de reconducir mi camino que se ha desviado porque si no, me habrían perdido para siempre. Así sería si lo contase todo, si los mirase en silencio a los ojos y les contase la verdad.
¿Me he vuelto loca?
— La vida entera es un viaje — dice mi acompañante con un centelleo en los ojos, como si escuchase mis pensamientos. Quizá me estremecí sin darme cuenta, quizá se iluminó mi tez y me delató. Quizá, al fin y al cabo la mente colectiva, el conocimiento universal existe. Y funciona —. Es un viaje sagrado. Tiene que ver con la expansión, con los descubrimientos; tiene que ver con los cambios, con el placer, con aumentar la visión sobre lo que es posible, aprendiendo a ver claro, a ver lo profundo, escuchando tu intuición y tomando decisiones valientes. El dolor, la desazón, el miedo, son partes de la vida y simplemente debes aguantar lo amargo. Es bueno para ti. No trates de huir de lo severo, de las tristezas, porque si huyes del dolor, también huirás del amor. Tu fortaleza reside en ser capaz de dejar ir los lugares, lo material y a las personas, dar por terminado todo, a cada instante. De esto también habla el sol. Porque ya estás en el camino. Esto es el camino, con sus luces y sombras, sus tinieblas y despertares. Estás donde tienes que estar. No todo el mundo puede decir eso, de hecho solo algunos lo hacen alguna vez.
— Veo que ya ha encontrado la respuesta a su pregunta.
Lo digo sin saber muy bien si me estaba hablando a mí o a si mismo. Ni creo que importe. No atraemos lo que queremos, sino lo que somos, y estas palabras iban también dirigidas a mí. Por primera vez pienso con fuerza en Om. Sé que hemos llegado a un punto que lo cambiará todo. Para siempre. El tobillo y el gitano y estas preguntas, anhelos de algo nuevo, de otra cosa, este viaje mágico son señales para que dirija mi atención a nuestro vínculo, a nuestra relación de amor, a nuestra vida en común, pero yo seguía sin querer hacerlo. Me daba miedo.
Me sigue dando miedo.
Le ofrezco la mitad de mi manzana verde con manchas marrones. Agradece el ofrecimiento pero no lo acepta. Dice que está ayunando para una experiencia superior de alteración del estado de conciencia. ¿Y antes el vino? No, no lo probó siquiera. Solo sacó la botella por mí, me dice, lo necesitaba. Y sonríe. Siempre sonríe, siempre brilla.
— ¡Machu Picchu! — grita el conductor con voz ronca, se le marcan las venas del cuello, y frena con brusquedad —.
Bajamos del vehículo con prisas, mezclándonos, tropezando, empujándonos debajo del sol abrasador para dirigirnos a la entrada y hacer fila, y comprar billetes y escuchar instrucciones del próximo guía que nos riñe, nos llama la atención, nos exige un comportamiento humilde y respetuoso como si fuéramos unos bárbaros, unos salvajes. Quizá tiene razón, igual lo somos. En medio de todo el jaleo el loco, mi loco sonriente, me coge la mano y la aprieta fuerte.
— ¡Qué disfrutes! — me dice con la ternura de un niño —. ¡Qué disfrutes mucho de todo lo que sigue desde aquí! Después de Machu Picchu.
Mi alma se estremece.