La Plaza de Armas se ha quedado vacía y luce mejor, majestuosa, extraordinaria en su apertura, en su desnudez. Sin embargo, como los Incas al llegar a aquel lugar que cambiaría la historia, encuentro un pantano inhóspito y extraño.
No están. Mi grupo ya no está.
No puedo decir que me sorprenda. Les hacía retrasarse mucho, era un lastre demasiado grande para cargar conmigo y preocuparse por mi estado a la vez que escucahaban, hacían fotos y disfrutaban en paz de las maravillas del Cusco. Ahora estoy sola. En la escalera del templo. Perdida en el ombligo del mundo. Y sin la menor idea de en qué dirección queda mi hotel ni siquiera del nombre.
Miro hacia la izquierda, luego a la derecha, contemplo el ir y el venir de la gente, las fachadas de los edificios coloniales, las flores violetas, rojas, amarillas en sus balcones de madera, el sol en ese cielo claro sin nubes pero con los heraldos negros del desamparo. El poeta no hablaba de estos golpes pero me acuerdo de todos modos del poema.
¿Es una pesadilla?
Una bruma que sale del interior flota delante de mis ojos. Trato de recordar las calles que recorría el autobús en la mañana recogiendo viajeros de los hoteles, ubicados en distintos puntos de la ciudad, gente que compondría mi grupo, el grupo número tres, y que luego me abandonaría en la catedral, pero me doy cuenta de que cualquiera de las calles que desembocan en la plaza podrían ser la de mi hotel. No hay nada, ni un detalle que me dé una pista, algo familiar. La situación me resulta hilarante. Lo único que recuerdo del nombre del hotel es la palabra “inca” precedida por otra que tiene que ver algo con los Andes. No es una gran ayuda. De heho es como no tener nada porque todos los hoteles aquí juegan con alguna combinación de palabras así, de considerable peso por el lugar y su historia.
Y de pronto soy consciente de mi absoluta vulnerabilidad. De mi soledad. Del hecho de estar perdida.
Solo sé que estoy perdida.
No solo aquí, por mi falta de prevención, esa dejadez irresponsable unida a mi precario estado físico es una imprudencia, sino en mi vida en general. En la vida. Esto sí es una imprudencia arriesgada.
Tengo que hacer algo y tengo que hacerlo ya. No puedo quedarme aquí, en estas escaleras, admirando el paisaje, sumida en mi mundo onírico. Tengo que despertar y caminar. Caminar hacia cualquier punto, dirección, meta. Caminar contra el tiempo porque puede que no me quede mucho antes que mi mal de altura, grave como apuntó la enfermera, ataque de nuevo.
Miro otra vez hacia la derecha, luego a la izquierda, buscando una señal, una intuición que me guíe hacia la solución, porque debe de haber una. A la izquierda de la catedral, justo detrás de la esquina que protege del viento, hay una parada de taxis y pienso que podría preguntar a los taxistas, que conocen la ciudad mejor que nadie, pero mientras me dirijo allá veo ya desde lejos que no hay ninguno esperando.
Sin embargo, a diez metros de la parada, en la esquina de una de las ocho calles que desembocan en la plaza, una policía delgada, preciosa, vigila con elegancia el movimiento de coches y de personas, que ha bajado casi al mínimo, y me acerco a ella. Entre disculpas y sonrisas, para calmar mi creciente ansiedad, le pregunto por un hotel que se llama Andes Inca o Andino Inca o algo parecido y para mi asombro me sonríe, asiente e indica que mi hotel está aquí mismo, en esta calle estrecha, a unos cincuenta metros de donde estamos.
¡No me lo puedo creer!
— Pensé que estaba perdida.
Estoy a punto de abrazarle.
Empiezo a caminar con una energía renovada hacia la dirección señalada: mi mente maravillada por la suerte, mi cuerpo agradecido por la ayuda divina en el momento más oportuno.
Mi exaltación dura poco. Apenas hasta llegar a la puerta del hotel Inca´s Suite de cinco estrellas, de más de doscientos dólares la noche, de desayunos con champagne y cerezas frescas, y ver que esa misma calle gira en una curva brusca hacia la izquierda, convirtiéndose en una hilera de casas modestas, transformándose en la oscuridad, donde no distingo a nadie paseando ni percibo ningún ruido.
Cierro los ojos, respiro hondo y vuelvo caminando lento a la plaza de Armas.
La policía ya no está. En su lugar un hombre bajito, barrigón, está organizando el tráfico con tanta furia, con tanto ímpetu como si ella no hubiese estado nunca. ¿Pero estuvo, ¿verdad?
Me detengo ahí, en la misma esquina donde antes hablé con ella, donde yo por un instante me consideré salvada, para observar con atención la coreografía del policía, porque tampoco se me ocurre otra cosa que hacer, cuál debería ser mi próximo paso, cómo encontrar un rayo de luz. Dejo que mi mirada se deslice del policía hacia las caras de los transeúntes, sobre las fachadas de los restaurantes, de las joyerías, de los hoteles carísimos buscando respuestas, ideas, cualquiera me sirve ahora.
Y entonces la encuentro.
Entre un bar de aspecto abandonado, polvoriento, y el hostal en cuya puerta un grupo de jóvenes rubios mochileros está discutiendo - fueron sus voces levantadas las que me llamaron la atención e hicieron girarme a mirarles -, hallo una agencia de viajes. No lo pienso ni un segundo.
La puerta está abierta y entro a una oficina sin luz artificial y con plantas verdes, que le regala un aire de intimidad inesperado para un sitio como éste. Revistas de viajes con sus portadas de gente sonriente, blanca y perfecta, están repartidas por las mesas, las estanterías, hasta en las sillas, y los cárteles publicitarios invitan en silencio a ir a Europa, a Australia, a Canadá, a sitios remotos, muy remotos. En la pared cerca de la puerta hay postales de Hawái, de México, de Uganda y una carta larga, escrita a mano y firmada por una tal Rebeca.
— Disculpe… ¿Hay alguien? — pregunto a la nada —.
— Sí, sí que estoy… Un momento.
La voz sale junto con un fino humo de cigarrillo de detrás de la pared delgada que divide la oficina en zona pública y en zona de empleados. La dueña de la voz aparece acto seguido con una gran sonrisa en su cara, disipando el humo con las dos manos. Es grande, alta, lleva tacones, un jersey rojo sangre, un puñado de pulseras de plata, que en cada movimiento emiten un ruido metálico que me recuerda a algo que no soy capaz de identificar, y unos rizos negros salvajes, apuntando a todas las direcciones, enmarcan su cara redonda y sonriente.
No parece de aquí. Ni de esta época.
— ¡Perdona, linda! Si mi jefe se entera de que estoy fumando en la oficina me despedirá. Porque él, como nunca viene por aquí, no sabe que una puede morirse de aburrimiento en esta caja llena de cartón, de polvo, de sueños falsos y apenas clientes. Así que, por favor, no le menciones ese lujo, ese placer oculto mío que acabas de presenciar y que me hiciste terminar antes de tiempo, antes del gran clímax.
Mientras habla me mira a los ojos, con interés, con curiosidad, gesticula, suelta una carcajada resonante tras otra, retoca sus rizos antes de sentarse detrás de la mesa dejando claro que es lo último que le apetece hacer. Prometo no delatarle y solo entonces y solo por eso, dice riéndose, me ofrece el asiento en el otro lado de la mesa y la posibilidad de exponerle mi problema.
Dice que ella está para solucionar contrariedades, pero tampoco conoce ningún hotel cerca de la Plaza de Armas que corresponda a los datos que le ofrezco, es decir a esa palabra y media que conseguí salvar de mi memoria en tinieblas. Intenta consolarme explicando que la culpa no es mía, porque ella en general no es las más idónea para tratar ese tipo de temas turísticos, que el bueno de la oficina, el que conoce el nombre de todas las piedras, de los árboles, de los pájaros y de los hoteles de Cusco y alrededores es su compañero, que tiene hoy el día libre.
— Me dijo que se iba a observar mariposas. Por si descubre una especie nueva, digo yo, si no, no tiene mucho mérito — se echa a reír de nuevo con todo su cuerpo y sus rizos bailan alegres y sus pulseras suenan fuerte y, ¡ya sé!, suenan a espanta espíritus —. ¡Observar mariposas! Una manera muy bonita de describir el día en que estás frente a la televisión mientras agonizas, ¿no le parece? No, no le entiendo ni jamás le entenderé, pero el jefe está contento con él y estoy de acuerdo, vendiendo Cusco es muchísimo mejor que yo. Supongo que descubriendo mariposas también. Y no se le puede reprochar nada porque es muy fácil vivir una vida mediocre. Solo tienes que hacer lo que hacen los demás y ya está, así de fácil es. Una vida extraordinaria, sin embargo, exige esfuerzo, exige valentía y disciplina. Disciplina y la valentía de ser fiel a ti misma, a tu vocación, a tu pasión. ¡Todos los días! No vale de vez en cuando, en vacaciones o los fines de semana, o lo que es peor, solo en tus sueños. No, no, no. Tienes que serlo todos los días y considerar tu propio gozo, tu alegría como el bien superior en tu vida. ¿Me explico?
¡Y de qué manera!
No puedo apartar mis ojos de ella. Estoy asombrada, hechizada. Ya ni me acuerdo del mal de altura, grave como apuntó la enfermera, ni de la situación preocupante de estar perdida en una ciudad desconocida y sin ninguna pista ni idea brillante a la vista, porque viéndola a ella, escuchándola, experimentándola, todo esto no puede importar menos. He descubierto una mina de oro, un pozo de petróleo, un tesoro inca. He entrado a la quinta dimensión.
— Bueno, para variar me estoy yendo del tema ¿de qué hablábamos?
Se inclina sobre la mesa hacia mí con su sonrisa amplia, con su mirada magnética, y es entonces cuando se me ocurre la solución más fácil, más lógica: buscar la confirmación del hotel en mi correo electrónico. A ella le parece una idea excelente y me cede su ordenador. En menos de dos minutos sabemos que mi hotel se llama Anden Inca y está situado en la calle llamada Saphy, a unos quinientos metros de allí. Saca un mapa de la ciudad de debajo del escritorio para trazar con un lápiz el camino desde la agencia hasta el hotel.
De acá, dice, hasta acá y dibuja una uve ancha y redonda que le hace sonreír feliz.
— ¿Sabe qué? Mejor la acompaño, porque tengo hambre y al lado de su hotel hay un restaurante que prepara sopas comestibles, creo que de sobre, pero comestibles. Deje que cierre esta caja, tomo mi abrigo y nos vamos.
Cinco minutos más tarde estamos cruzando la Plaza de Armas, ella con su abrigo anaranjado y yo con mi chaqueta azul celeste, ella con pasos elegantes, armoniosos, como si estuviera bailando y yo en mi caminar pausado por la flaqueza y la cojera, ella charla sobre el placer, la alegría, el deseo, y yo la escuchándo divertida, agradecida, feliz.
— Perderse en Cusco es maravilloso, ¿verdad?
Se ríe con fuerza, con libertad, echando sus rizos hacía atrás y dejando a la vista un collar hermoso con una esmeralda grande, que adorna su cuello largo y canela. Las miro en su esplendor a ella y a su joya preciosa y todo tiene sentido. La esmeralda simboliza el amor eterno. Y ella se ama como todas deberíamos amarnos, sin pausas, sin miedos, y es lógico que yo esté ahora mismo aquí a su lado. Hay que confiar en la vida y en ti misma, confiar aunque estés perdida, aunque estés débil, aunque no sepas qué dirección tomar. Aunque hayas empezado a dudar.
¡Confía y sigue caminando! Porque llegarás a dónde tengas que llegar. Y llegarás a tiempo. Siempre.
Palabra de Paulo Coelho.