03 May
03May

Mide otra vez el nivel del oxígeno. Ochenta y cinco, aún poco, y me vuelve a poner la máscara. Tras meter mi mano de nuevo debajo de la manta se queda pensativa, mirando a través de la puerta hacia la ciudad de Cusco, a sus techos marrones rojizos, a las montañas verdes que nos rodean.

Usted sufre de hipoxemia severa, es decir, un mal de altura grave — dice sin dejar de admirar el paisaje, aunque sin verlo —. Suele pasar a personas jóvenes o ya muy mayores, pero si usted llegó esta mañana y vino directa a la excursión, es normal. En todo caso se sabe que la susceptibilidad a padecerlo es inversamente proporcional a la edad de la paciente, quizá debido a la madurez del sistema nervioso. La próxima vez no le pasará tan fuerte y mañana estará ya mejor, porque el cuerpo es sabio, se adapta, aprende. Pero, sobre todo, recuerda.

Sus palabras me sorprenden y me calman.

Diez minutos, o quizá media hora más tarde, salgo de la enfermería. Me siento mejor, no del todo bien, pero más fuerte. Me recomienda ir al hotel y echarme en la cama, pero cuando salgo del convento y me encuentro con mi grupo decido seguir con ellos hasta la catedral. Las amigas venezolanas se interesan por mi estado, la pareja italiana que se abraza me mira sin expresión ni interrogante alguno, y la familia argentina con sus hijos adolescentes derrocha empatía desde una distancia segura. Solo la señora del matrimonio mayor se acerca para colocarse a mi lado mientras subimos por una calle estrecha y soleada hacia la Plaza de Armas.

— Todo es mucho más difícil cuando una viaja sola — me dice con una sonrisa cariñosa, muy cálida —. Y, sin embargo, viéndola a usted siento cierta nostalgia. Porque no hay nada como viajar sola para experimentar la esencia de la vida. Y que, al fin y al cabo, no es otra que reencontrarse con una misma y darse cuenta de que todos somos uno.

Guau.

Saliendo de la calle estrecha nos topamos de nuevo con la marea de gente que ahora cubre toda la Plaza de Armas, ocupa los bancos, los balcones, las aceras, tapa la vista de varios restaurantes, joyerías y casones, todo para ver mejor la procesión católica que baja por las escaleras de la catedral y avanza con solemnidad entre cánticos, aplausos, tambores, colores y gritos lanzados al aire. Las ceremonias de los nobles incas en esta misma plaza terminaban en llantos, explica Víctor con cierto reproche, mientras nos muestra el camino con una habilidad asombrosa a través de una muchedumbre hipnotizada.

El matrimonio mayor no me deja sola ni un segundo. El marido va por delante de nosotras y de vez en cuando echa la vista por encima del hombro y nos ve juntas, su mujer guiándome con la mano en mi espalda, yo sonriéndole con cierta ausencia, con extrañeza. No dejan que mi lentitud me retrase ni que un mareo repentino me haga desplomarme, sin que haya nadie que me recoja. Me han adoptado, me cuidan, presionan el papelito con su número de teléfono en mi bolsillo de chaqueta por si algún día, el día que sea, mi camino me lleva a Caracas, que les llame, que les vaya a visitar. Les haría mucha ilusión, me dicen y yo, yo no sé cómo agradecerles toda esa generosidad, cariño, amor, así que les prometo que iré, que algún día iré y entonces sabré cómo hacerlo.

En cuanto entramos a la catedral de Cusco, a ese edificio grandioso, oscuro y silencioso, a ese templo adornado con cuadros centenarios, con reliquias milenarias y donde todo aparece cubierto de oro, empiezo a debilitarme otra vez. Al principio es solo un mareo que intento calmar con agua, pero pronto noto las manos frías, los pies, mi cuerpo entero y la voz de Víctor se vuelve a alejar despacio, aunque estoy justo a su lado. Ahora ya sé que falta poco para que quiera tumbarme en este suelo de piedra ahora liso, resplandeciente, también frío, cerrar los ojos y dejarme llevar. Busco una pausa en el relato que escucho para decir que necesito más oxígeno y él, sin perder ni un segundo, me coge del brazo y con un semblante más molesto que preocupado, les dice al resto que me llevará otra vez a la enfermería.

Lo último que veo son las miradas curiosas de las amigas venezolanas, las nucas de la pareja italiana y los ojos alarmados del matrimonio de la guarda. Pero yo ni siquiera tengo fuerzas para consolarles con una sonrisa, para decirles que en realidad soy más fuerte, más vital. Que esto no me suele pasar.

Esta vez nadie me dice que me esperarán.

La enfermería de la catedral está situada en la esquina más lejana del templo. Pasamos una sala enorme iluminada solo por unas lámparas de pared, giramos a la derecha, atravesamos un pasillo de madera brillante, luego otro giro a la derecha. Mi caminar es pausado, no solo por el mundo de algodón que llevo a cuestas y que pesa como si fuese de hierro, sino también por mi tobillo torcido, y me cuesta mantener el ritmo de los pasos decididos de Víctor. ¡Menuda estampa! Una mártir de algún cuadro de la época del virreinato parece haber cobrado vida.

Llegamos a una sala amplia y luminosa, primero mi ángel custodio y medio minuto más tarde yo. Fuera, en la plaza se oyen ruidos de procesión, la marea humana fascinada vociferando, el monótono ritmo de los tambores, y a pesar de la luz del sol que entra por las ventanas, el lugar me parece lúgubre, hasta siniestro. Aquí ya no hay reliquias ni cuadros gloriosos, y los visitantes pasan de largo, sin reparar en la humilde mesita de plástico, en el banquillo de madera, en el biombo que compone la enfermería, ni en dos mujeres que conversan con alegría en su interior.

Nuestra llegada rompe la historia que la mujer mayor estaba contándole a la joven risueña, cuya hija de un par de años dormita en su regazo, envuelta en una manta de colores alegres. Víctor me deja sentada en el banquillo de madera mientras les ordena algo en quechua – ese algo suena seco, cortante, y le borra la sonrisa a la joven a la vez que la mayor gira la cabeza para mirarme mejor, con interés, con amabilidad -, y entonces se da la vuelta y desaparece. Tengo la sensación de que se ha molestado por esa interrupción dramática, no planificada en medio de su templo lleno de sincretismo y de sus palabras pronunciadas con teatralidad. La primera vez su reacción fue comprensible, la novedad, la sorpresa y él pudo demostrar su sabiduría ancestral, su decisión delante del grupo, pero ésta, la segunda no tiene razón de ser.

— Ay, señorita, ¿le ha dado el soroche?

La mujer mayor se acerca y me coge con ternura de la mano para examinar mis dedos, que otra vez se han puesto blancos, casi azules. La joven se ha levantado también y con un movimiento eficaz se echa a su hija dormida sobre la espalda, sin despertarla, ata la manta por encima de su pecho abundante y empieza a buscar dentro de una caja debajo de la mesa de plástico la máscara de oxígeno que le ha ordenado la mayor. No tienen máquinas para medir el nivel de oxígeno, tampoco cuentan con un tensiómetro para monitorizar mi presión arterial, no buscan los latidos de mi corazón con sus dedos temblorosos, ni falta que les hace. Sacan una botella de alcohol, mojan un trapo para que inhale fuerte, me colocan la máscara de plástico verde, ponen a hervir el agua para prepararme un mate de coca, me tapan con una manta, me envuelven bien y cuando ya han acabado de moverse alrededor de su paciente, las dos se quedan mirándome expectantes con una amplia sonrisa en la cara.

Esa especie de ritual está en marcha y todo ha de ir bien.

— En nada estará bien. ¿De dónde es usted, señorita?

La joven me mira con unas mejillas sonrosadas que hablan de salud rebosante, de aire de las montañas, de correr descalza por la tierra sin asfalto. Un contraste fuerte con mi cara pálida y apagada.

— De España.

Lo digo porque ser de España te abre muchas puertas, la mayoría de los corazones en estas latitudes, crea una complicidad instantánea, un imaginario en común, un lazo tangible con el otro, con la otra; lo que una procedencia exótica, una que casi parece imaginaria no logra en encuentros tan efímeros. 

¡Ay, la madre patria!

Lo sabía, casi somos hermanas.

La mujer mayor habla con una ironía que después se transforma en alegría melancólica. Se sienta a mi lado en el banquillo para colocar mejor la manta que me cubre y le dice a la joven que ya puede retirar mi máscara de oxígeno para que beba el mate de coca, que coma un caramelo dulce, que me tome un momento para escuchar a mi cuerpo. Y me observa con un brillo encantador y tierno en los ojos.

— La enfermera, en realidad, es ella. Yo solo soy la limpiadora de la catedral.

No aparta de mí sus ojos negros rodeados de arrugas felices, de esas que el tiempo presiona poco a poco, con toquecitos tiernos en tu piel por haberte reído tanto y tan a menudo, de esas que todas queremos poder enseñar al mundo, pero sobre todo a nosotras mismas cuando seamos mayores, y seguimos mirándonos en el espejo. Dice que lo suyo es un buen trabajo. Rodeada de oro, de pinturas y de Dios por todas partes. Qué más se puede pedir, ¿verdad? La pregunta, supongo, es retórica porque después sonríe, y puede ser una sonrisa de gratitud o una de pura ironía, no lo sé, no nos conocemos tanto.

— Y, sin embargo, yo algún día, como todas, tenía sueños, grandes sueños.

La joven se sienta en una silla plegable frente a nosotras, creando una intimidad agradable entre las tres. Su hija de dos años, que se mece cómoda y segura en el regazo de su madre, ha abierto sus ojos como dos puntos negros y no me quita la mirada de encima. Debe pensar que todavía está soñando.

— De hecho, no hace mucho, hace diez años, ¿sabe?, iba a viajar a España, a trabajar de cuidadora de una mujer mayor, una duquesa me dijeron. Soy de Maras, ¿quizá haya oído mencionar de las Salinas de Maras? Pues la hija de mi vecina emigró a allí y me había conseguido ese trabajo. Yo me había quedado viuda, sin plata. Con cuarenta y cinco años y trabajando de limpiadora en la catedral de Cusco. No era la vida que yo había imaginado leyendo de niña las estrellas con mi abuela, que indicaban con claridad que mi camino iba a transitar por otros derroteros, más lejanos. Aunque no trabajar en las minas de sal, recolectando la bendita y a la vez tan maldita sal de Maras, ya fue un paso enorme para una mujer como yo, pero las estrellas lo tenían escrito. Puede ser que hablaran de Lima, pero mejor si mi destino fuera España, ¿verdad?

Me regala una sonrisa cómplice. Tal vez sabe que en realidad no soy española de nacimiento, que España fue mi destino también.

— Siempre soñé con España, me encanta todo de ese país, sus películas, su música, las noches calurosas de verano, el aire mediterráneo, el fuerte sonido de su habla y por eso pareció que era mi camino. Pareció tan claro que era lo mío porque soñé con mi abuela la noche después de la llamada de la mujer que anunció lo de ese puesto de trabajo para mí. Si la abuela se toma la molestia de aparecer en tus sueños, hay que tomarla en serio. Y todavía, la verdad, no me explico porque al final no fui, pero por unas cosas y otras, al final no llegué a ir nunca. Hoy ya está claro que mi destino es la catedral de Cusco, porque el destino no es algo que tienes delante de ti, no es el futuro, sino que lo ves cuando miras para atrás. Si fuera más joven iría sin pensármelo dos veces, no habría nada que me detuviera. Por eso me alegra que mi hija María, que estudió para ser enfermera en Lima, cumpliera su sueño… Que tal vez sigue siendo el mío que se mudó de piel. Ella está ahí ahora. En Madrid. Dice que limpiando calles.

No sé muy bien qué decir.

Ni sé si hay que decir algo. La joven enfermera aprovecha la pausa y mide mi pulso, me coloca otra vez la máscara de oxígeno, un rato más, me dice con voz suave, ¡toma más coca, linda, toma más!, rellena mi vaso con el líquido caliente, me anima y yo, claro, tomo más coca mientras la mayor observa pensativa sus zapatos negros, como si ahí desfilasen todos los sueños perdidos, todos los recuerdos que nunca fueron.

La observo de reojo y me doy cuenta de que se viste de los pies a la cabeza de colores oscuros, chaqueta azul marino, pantalones negros, jersey gris, lo que contrasta con su forma de ser, no casa con la alegría de sus ojos, con la calidez de su voz, y sin embargo su pelo canoso corto parece suyo del todo. ¿Tendrá un alma revolucionaria? La que quiso, la que pudo haber alcanzado, aunque al final no siguiera la voz de su corazón, quizá porque le faltó el apoyo de otras mujeres, el de esas que te dan sus alas para que vueles, quizá porque cuando lo intentó y cayó no hubo nadie para levantarle.

A pesar de todo, no ha perdido su esencia, la de una rebelde que protesta contra los mandamientos, se subleva contra las injusticias, en pequeñas cosas, las de cada día, como cortarse el pelo cuando casi nadie lo hace, derriba muros para construir puentes, cruza fronteras, a veces hasta borrarlas, borrarlas para las demás, lucha porque no sabe vivir de otra manera.

Lucha porque la otra manera sería morir.

— Dime, linda — dice alzando sus ojos de luz hacia mí —. ¿Es España de verdad tan racista como nos cuentan? Dicen que no nos quieren ahí, que nos tratan de manera diferente, que vamos por la calle tranquilos o estamos en el tren y nos insultan o atacan, que no nos quieren contratar ni aceptar en las familias por nuestro aspecto, por nuestro acento, por nuestros nombres… Dime la verdad, ¿es España, mi querida, admirada y anhelada España, así de necia?

Sí.

Pero no siempre.

Su mirada abatida refleja la decepción viva tragada con amargura, por haber escuchado la respuesta que temía. No por ella sino por alguien amado, alguien que duele más que una misma, y por no poder hacer nada. Sus ojos se me quedan clavados, incrustados en el alma como si fuera mi propia mirada.

Comentarios
* No se publicará la dirección de correo electrónico en el sitio web.
ESTE SITIO FUE CONSTRUIDO USANDO