27 Apr
27Apr

La luz de Cusco es radiante, clara, sin manchas. El sol brilla fuerte en ese cielo que se despliega sin nubes y tengo que entornar los ojos para protegerme, para poder ver algo. Después de Lima, o quizás tras toda mi vida, no estoy preparada para tanta luminosidad. No así, de repente.

Hace media hora que nos dejaron en la primera parada de la ciudad, las escaleras del convento de Santo Domingo. Nos sacaron de los autobuses, nos dividieron en grupos, nos dieron un número. A mí y a unas cuantas personas más, que éramos el número tres, nos dijeron que no podíamos movernos del sitio bajo ningún concepto hasta que llegara un tal Víctor. Y obedecimos. No hemos dado ni un paso de más, no hemos cruzado esa línea invisible trazada con las palabras y apenas giramos la cabeza para seguir la vida que palpita más allá, en esas calles estrechas que parecen parte de un laberinto, tras esas ventanas a oscuras de edificios extraños que invitan a descubrir épocas anteriores que se han mezclado de una manera curiosa con la de hoy. 

Imito a una mujer mayor y me apoyo contra el muro del convento. Ahí, dentro de una mancha de sol que no calienta, la pared me protege del viento frío que sopla con fuerza. No llevo mucha ropa. De hecho, no vengo nada preparada para el clima de esta altitud: apenas siento el peso de mi chaqueta, el aire fresco traspasa la tela de mis pantalones como si no llevase nada y mis orejas agradecerían un gorro de lana que yo, claro está, no puedo ofrecerles. 

Pero el frío es lo de menos, es el mal de altura, el soroche, lo que me preocupa. No quiero hacer ningún movimiento rápido, ningún gesto de más, y aunque mi cuerpo está aguantando con estoicismo las primeras horas sin ningún síntoma, me muevo con lentitud, más atenta a lo que ocurre en mi interior que a todo lo de fuera.

Y sin embargo, es imposible no verlo. 

Entre el remolino de turistas que no dejan de llegar, los vendedores de recuerdos que vociferan como si de una competición se tratase y los autobuses modernos de Cruz del Sur que no detienen sus motores, pasea una mujer indígena seguida de una niña adorable y de una cabrita blanca. Las dos llevan una falda preciosa, abundante, de colores desgastados, una blusa algún día blanca, una pañoleta tejida que les cubre los hombros, un clásico sombrero cuzqueño y dos trenzas azabache unidas entre sí. Con su sonrisa humilde e incómoda deja que los turistas les saquen fotos y luego les piden dinero sin palabras, con la pequeña mano abierta. A toda esa gente con sus pantalones impermeables, chaquetas de plumas, gorras de color caqui y sus cámaras relucientes se les ilumina la cara cuando posan para la eternidad con esa mujer indígena, su niña que no sonríe y su cabrita de anuncio de suavizante. ¡Qué exótico todo!, les dirán sus amistades y familiares mientras ven las fotos en sus comedores después de una suculenta cena que les dará gases y una noche de insomnio.

La escena me repele en tantos sentidos que desvío la mirada. 

Poco a poco los grupos empiezan a encontrar a sus guías y desaparecen tras ellos por la estrecha puerta del convento. Nuestro guía Víctor llega el último. Es un hombre bajo y fornido, de unos cuarenta y cinco años y su primera frase, “soy un inca con mucho orgullo”, dicha con severidad solemne, hace que todos los colores desaparezcan y estemos de vuelta a un mundo oscuro, el del principio de la llamada Edad Moderna. 

Nada suena ligero, gracioso o superficial, en su boca y por eso, cuando nos llama por nuestro nombre para conformar el grupo, nos acercamos en silencio como si nos fuésemos a confesar. Tres amigas de mediana edad y un matrimonio de jubilados venezolanos, una familia argentina con dos hijos adolescentes, una pareja joven de Italia en su luna de miel y yo.

— ¡Bienvenidos a Cusco! ¿Todos entienden español?

Víctor me mira.

— Sí, todos entienden.

Digo asintiendo con energía, pero las sonrisas que se dibujan en las caras del resto de componentes del grupo no le condicionan. No sonríe, no hace ningún gesto de complicidad. Quizá no la tengamos.

— Antes de nada, quiero recordarles que si en algún momento alguno de ustedes no se encuentra bien, le empieza a doler la cabeza o siente mareos, por favor, ¡avísenme enseguida, antes de que su estado sea grave! Es muy importante. ¡Avísenme! ¿Entendido?

Todos asentimos, pero quiere comprobarlo por él mismo, así que se toma su tiempo para efectuar un escrutinio riguroso de nuestras caras. Una por una.

—Bien — suena por fin de nuevo su voz ancha, llena de notas graves—. Antes de entrar a sentir y a ver lo que queda de esa maravilla, de esa preciosidad que es el afamado templo de Qorikancha y que, en mi lengua materna, en quechua, significa “cercado de oro”, les cuento un poco de la historia de mi ciudad. Esa historia fascinante de mis antepasados, de su hogar, para que también ustedes, que vienen de lugares tan lejanos, de culturas tan distintas, puedan comprender la importancia, el significado universal de este lugar sagrado donde tienen el honor de estar en este domingo celestial. Un lugar cuya influencia consagrada sigue viva, y de dónde nadie vuelve ya de la misma manera a su vida anterior. Porque la espiritualidad, mis queridos amigos y amigas, no tiene objetivos sino consecuencias.

El grupo entero le miramos sin pestañear, con el alma en vilo. Nadie abre la boca si él no nos lo pide, no nos movemos si él no nos lo ordena, ni siquiera respiramos si él lo prefiere porque no queremos perdernos ni una palabra, ni una imagen de ese mundo maravilloso donde nos traslada con su historia. 

Su voz, su mirada, sus palabras nos atrapan mientras entramos al jardín del convento dominicano, rodeamos la pileta ceremonial prehispánica, donde nos habla de la cosmovisión inca, de la importancia del agua y de la tierra en su orden social. Paseamos debajo de su arquería hasta llegar al lado norte del conjunto, hasta los recintos incas dedicados al sol, a la luna, a las estrellas, al arco iris, al rayo y al relámpago; al lado sur queda el recinto mayor.

— Éste era un lugar sagrado dónde se veneró al máximo dios inca, el Inti, el Sol, por lo que sólo se podía entrar en ayunas, descalzo y con una carga en la espalda en señal de humildad — dice Víctor con seriedad y señala la pared del recinto, construida con bloques de piedra gris encajados a la perfección y de un brillo azulado —. Desde fuera, el templo, esa expresión de la sobria estética de la construcción inca, fue un hermoso muro de la más fina cantería, decorado únicamente por una banda continua de oro puro de un palmo de anchura, y a unos tres metros del suelo. El metal que enloqueció a los conquistadores y que no vale nada. Y el techo de paja fina fue cortado con delicadeza, nada se dejó al azar. Y si se fijan, las piedras tienen un leve almohadillado en los lados… ¿Lo ven? Antes no existía el atrio triangular, que sirve de entrada al templo colonial, y el muro giraba en ángulo recto hacia la calle Awaq Pinta, donde aún se conserva un tramo del muro original de casi sesenta metros de largo. En el lado opuesto a esta calle, cuando salgamos lo podrán ver, el muro se hace curvo al girar más de noventa grados, y continúa con una curva suave y cortada durante la construcción del templo. El muro coronaba un sistema de andenes que bajaban hasta el río…

Sus últimas palabras ya resuenan lejanas. Me zumban los oídos, siento como la sangre baja de la cabeza hasta los pies, atraviesa el suelo de piedra, empapa la tierra sagrada y con ella se va toda mi fuerza. Llegan las náuseas. Es extraño, porque en una vida anterior yo era inca. 

Bebo un trago de agua, salgo del recinto para coger aire, pero mi estado no mejora. Vuelvo a entrar al templo dorado y alzo la mano. 

— ¿Sí?

Las cejas de Víctor se elevan de manera considerable y con su pregunta se giran todas las cabezas a mirarme.

— Creo que no me siento del todo bien — digo medio sonriendo, medio disculpándome, porque esto no debería haber pasado—.

Soy fuerte, soy viajera, soy deportista, ¡por Dios!, y sin embargo, a más de tres mil trescientos metros nada de esto cuenta. Víctor se acerca deprisa, me coge con decisión del brazo y me sienta en la escalera en frente del templo, debajo de la arquería. Me ordena echarme boca arriba sobre las piedras centenarias. Las noto frías, agradables contra mi piel antes que se me empiecen a cerrar los ojos. Creo que voy a desmayarme por primera vez en mi vida ahí mismo, en medio del convento, sobre las piedras del templo más venerado por los incas. Víctor manda a dos de las amigas venezolanas levantar mis piernas y sacudirlas mientras examina mis pupilas.

— ¡No cierre los ojos!

Oigo su grito, pero yo ya me estoy dejando llevar por esa sensación de suavidad del mundo de algodón que me arrastra consigo. No siento las piernas ni noto el agarre de las dos mujeres. No sé dónde estoy, ni me importa. Ya no tengo cuerpo. Solo queda la voz potente de Víctor dando órdenes, apresurándose a actuar, pero cada vez suena más lejos, más débil. ¿Me estaré muriendo? 

Lo último que oigo es su ruego para que no desfallezca mientras coge con cuidado mi cabeza entre sus manos. Noto sus dedos presionando fuerte en dos puntos de la nuca y del cuello. Toma aire y presiona de nuevo. Lo hace una vez más: toma aire, presiona y de repente… un alivio. La sangre, el aire, la vida retorna a mí, me atraviesa, me recorre y empiezo a sentir las piernas, los brazos, el cuerpo entero.

Y abro los ojos.

Me encuentro el tumulto observándome expectantes, curiosos, deseosos de ver cómo mejoro. O quizá cómo empeoro. Esa docena de ojos me hace reaccionar, consciente de que estoy echada en el suelo, en medio del convento de Santo Domingo, y el espectáculo bonito, bonito no debe de ser. Me incorporo hasta quedarme sentada. Las amigas venezolanas me ofrecen agua y caramelos de coca, los adolescentes argentinos me miran con soberbia mientras la pareja de italianos está paseando más lejos, sacando fotos del convento y de ellos mismos. Por alguna razón no les importo nada, siendo como soy de su equipo.

— Tiene que ir a la enfermería.

Víctor susurra cerca de mi oreja izquierda y me señala dónde queda el lugar. Está al otro lado del jardín del convento y, sin embargo, desde el suelo, recién llegada a la realidad de mi cuerpo, desde la desorientación, me parece una distancia imposible. Pero no puedo quedarme sentada ahí, chupando el caramelo de coca, obstaculizando el tráfico de los grupos, rompiendo la armonía del lugar, así que me levanto con la ayuda de las tres amigas y camino lento hacia la señal universal de la cruz roja. A mi espalda escucho a alguien de mi grupo prometer que me esperarán a la salida y su promesa se convierte en un punto de referencia al que aferrarme. Me hace sentir bien.

La enfermera, una mujer joven, de pelo largo, negro y liso, se está limando uñas en la puerta de un cubículo, sin ventanas, y tarareando una canción que no conozco. No se ha percatado de mi aproximación y cuando me detengo delante de ella, le doy un pequeño susto que le arranca una sonrisa sonora.

— No le vi venir — me dice entre risas, y deja que entre con ella a la habitación cuya única luz viene de esa misma puerta abierta —. ¿Qué síntomas tiene?

Me sienta en la camilla y empieza a preparar la máquina para medir el porcentaje de oxígeno en mi sangre.

— Casi me desmayo, tengo náuseas, debilidad… Y me duele un poco la cabeza, aunque tampoco es un dolor agudo, más bien un dolor mudo, si sabe a qué me refiero.

Intento explicar con exactitud mi estado físico insólito, pero la verdad es que no sé cómo estoy. No siento nada y a la vez tengo la impresión de ser consciente de cada célula de mi cuerpo. Es asombroso. E inquietante. Me pregunto si todo habrá sido una misteriosa ECM. Es decir, una Experiencia Cercana a la Muerte.  

La enfermera me escucha sin interés. Me desilusiona saber que es la misma historia contada por todo el mundo. Con un gesto automático coge mis manos para enganchar el aparato a mi índice, y me doy cuenta al mismo tiempo que ella de que mis manos están muy frías, heladas y mis dedos muy pálidos, como nunca los he visto. La máquina no consigue medir nada. La enfermera la apaga y la vuelve a encender, le da un par de golpes, la agita, pero nada, el artilugio enganchado a mi dedo no funciona. Sin explicaciones empieza a frotar mis manos entre las suyas. Yo la dejo hacer. Luego prueba otra vez a conectar la máquina, pero sigue apareciendo una fila de ceros, antes de que la pantalla se quede en blanco. Entonces me coloca la máscara de oxígeno, sube la presión de la bombona que lo suministra, intenta medir mi presión arterial y envuelve mis manos con una manta para colocar la bolsa de agua caliente encima de la tela. Después escribe algo con una letra cuidada.

— Bueno, usted casi no tiene presión arterial.

No levanta los ojos del papel durante un buen rato. Luego saca mi mano de debajo de la manta para colocarle de nuevo el oxímetro en mi dedo. El aparato empieza a cambiar de números lentamente y al final se queda en un setenta y ocho. El nivel de oxígeno está muy bajo y añade que es lo que temía, y empieza a buscar con sus dedos el lugar del pulso en mi muñeca. 

— No encuentro latidos de su corazón…

— ¡No me diga eso! ­— verás que al final tenía yo razón al principio.

Sonrío, pero no es agradable escuchar esas palabras.

— No, no los encuentro.

Repite mientras sigue buscando vida debajo de la piel blanca, casi transparente, de mi muñeca como si fuese ciega. Mis ojos ya casi se salen de sus órbitas.

— ¿Cómo que no los encuentra? ¿Qué me quiere decir?

Me mira un instante, esboza una leve sonrisa con los labios, pero no contesta nada.

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