19 Apr
19Apr

El mojito peruano sabe a todo menos a mojito. Y está fuerte.

— Tenía ganas de tomarme algo ya.

Arturo saborea la bebida divertido mientras se gira hacia mí con el cuerpo entero. Sentados en la barra no es fácil posicionarse uno frente a la otra, pero él lo consigue abriéndose de piernas para que yo acomode mis rodillas en el espacio que ha quedado libre entre ellas. Ya sé que es una postura de mucha confianza, lo sé, pero no me siento incómoda por esa cercanía. Un leve rubor ha subido a sus mejillas pálidas y Arturo se va abriendo cada vez más; el mojito peruano ha despertado a un narrador inteligente y gracioso. Tiene dos carreras universitarias de lo más dispares posibles, literatura y economía, pero su padre nunca aprobó su afán de trabajar entre libros, entre estanterías llenas de polvo, de letras muertas, y por ello empezó economía, solo para complacerlo. Aunque justo ese mundo del que formó parte casi por inercia, la inercia de las familias se llevaría muy lejos de casa al hijo menor. Primero a África, dónde vivió durante cuatro años por el trabajo y por una novia, que al final no funcionó por el gran abismo que encontraron entre sus dos mundos, uno blanco, cristiano y del hombre, el otro negro, musulmán y de la mujer. No podían salvarse a pesar de haberse acercado bastante, a pesar de pequeños actos de rebeldía, de transgredir normas, de cruzar las fronteras de las tradiciones, de desobedecer la opinión mayoritaria, de sacrificios y que luego, aún con todo esto, no fueron suficientes para que su relación sobreviviera y para que Arturo se quedara.

— El amor solo nunca es suficiente — dice sin rencor, sin decepción y acaba su bebida —.

Y luego llegó Perú. No tan exótico ni tan duro como Nigeria, pero aquí falta Aisha.

— Estoy impresionada — confieso con admiración —. Con apenas treinta años pareces haber vivido ya varias vidas dentro de la misma.

— Sí, tengo unas cuantas historias a mis espaldas… Pero basta ya de mí — dice decidido, pide otro mojito para él, el mío está aún a medias, y se inclina levemente hacia adelante — Ahora quiero saber de ti. A mí me interesas tú.

— Bien. ¿Qué quieres saber?

Arturo titubea un momento. Es un hombre tímido y a pesar de la ayuda de los cócteles de hierbas amazónicas no se atreve a preguntar lo que le interesa de verdad. La cuestión del fondo queda intacta, queda oculta, tapada y yo respiro aliviada. No me gustaría acabar entre silencios incómodos con esa simpatía que ha tenido un principio tan prometedor, pero me temo que es justo lo que pasaría en cuanto quitáramos del medio todas sus esperanzas. Porque conmigo no las tiene. Estoy casada, felizmente casada. Veo su lucha interior, sus ojos buscan aliento en los míos sin encontrarlo, y quizá por ello cambian de intensidad, el fuego se enmudece hasta apagarse del todo y las frases preparadas, las que golpean en el corazón se van disolviendo en el aire, se las lleva la corriente y apenas dejan rastro.  

Al final decide lanzar una pregunta menos comprometedora, una entre tantas.

— ¿En serio crees en los brujos, en esas energías inexplicables, en los poderes ocultos y en todo lo que me hablaste antes?

— ¿Tú no?

Levanto las cejas para mostrar asombro, pero mi sonrisa me delata.

— No, yo no — me responde sacudiendo su cabeza —. Comprendo por qué la gente necesita creer, comprendo el anhelo de darle respuestas a esa sensibilidad interna, pero no creo en la magia ni en energías especiales. Cada cosa tiene una explicación racional, científica, y si todavía no la sabemos, no significa que no la tenga más adelante. Algún día descubrirán cuál es… ¿La intuición? Yo diría que algunas veces es casualidad, otras veces suerte o pura deducción lógica. He ido dos veces a Cusco, una vez a Machu Picchu y no me ha pasado nada extraordinario, no he conocido brujos ni he visto chamanes ni viajeros insensatos que no quieren bajarse de las montañas. Por no haber sentido, no sentí ni siquiera la energía transformadora que dicen que flota todavía hoy en cada partícula del aire de la antigua capital de las incas…

— Curioso, lo dices con abatimiento — le interrumpo vacilante —.

Arturo sonríe. Quizá, dice, en el fondo de su alma sienta tristeza por no ser capaz de percibir esas cosas, por no creer, por no vivir en varias dimensiones a la vez, ya que podría ser fascinante. Pero mientras tanto se conforma con dos dimensiones y los diferentes grados del estado etílico, dice divertido y acaba su segundo mojito. Me pregunta si quiero otro pero yo aún estoy luchando con el fuerte sabor del primero que se resiste a gustarme y se pide uno más para él.

— ¿No tienes a veces la sensación de no encajar del todo en el sitio donde vives o con la gente con quien te mueves o trabajas, por ejemplo?

Observo la elaboración de su tercer mojito en las manos del chico de pelo rapado como si la pregunta no fuese en serio ni dirigida a Arturo.

— ¿En qué sentido?

Arturo me mira confuso, muy despierto de repente y casi con pavor como si yo hubiera destapado algo que él planeaba ocultar para siempre. O al menos hasta el final de la noche.

— Hablo de una especie de desplazamiento, de alienación, de un aislamiento profundo… No sé si me estoy explicando bien… Mi madre lo llama el síndrome del exiliado… Que sientes que no es tu sitio, tu gente aunque en teoría debería serlo porque naciste aquí o tienes un buen trabajo o la gente que te rodea es maravillosa… En realidad te sitúan, tú te sitúas según ciertas reglas, normas, expectativas… Son decisiones de otros que determinan tu vida, que no estás dónde te gustaría estar. Ni con la gente con quien te gustaría estar…

— ¿Lo dices por este sitio?

— No, los rebeldes me encantan, yo soy una más — contesto con una sonrisa aunque incluso aquí me siento tan distinta, tan lejana a ellos, tan falta de información, de comprensión, de contacto verdadero —. Pero me cansa que me vean diferente en todos los grupos. Tengo la sensación de que la gente no es capaz de ponerse en mi lugar y sin embargo, lo esperan de mí. Y lo que es peor, yo lo intento casi constantemente, me pongo en su lugar y es agotador, porque no encajo con grandes grupos, no me siento cómoda del todo… Solo consigo establecer sintonía con individuos concretos.

— ¿Es eso tan malo?

— No es que sea malo en sí, solo es así. Y me inquieta, me paraliza por si algún día me gustase hacer algo grande, digo profesionalmente o artísticamente grande, mover conciencias, inspirar… Siendo para la mayoría de los grupos humanos la otra, y no una de nosotros, el intento rozaría el absurdo. Estaría condenada al fracaso desde el principio pero yo no quiero perder la esperanza.

— Interesante, muy interesante.

Arturo me observa pensativo. El rumor de las voces y la música del bar regresan a mis oídos, están presentes igual que ese instante de silencio hondo, de miles de generaciones y desaparecen de nuevo cuando él vuelve a hablar.

— Mira, no quiero que me interpretes mal y si no quieres, no tienes que contestarme pero… ¿Es por eso qué viniste a Perú? ¿Buscando cómo crear, cómo construir ese nosotros? ¿Buscando, en algún sentido, tu verdadero ser?

Un escalofrío recorre mi piel cuando acaba de hablar. Le sonrío, me sonríe. Sabía que no me decepcionaría. Lo sabía el día que le conocí delante del edificio desteñido y olvidado de la universidad Alas Peruanas cuando nos miramos y volvimos a ser como en otras vidas. Me ha llevado a concretar la intuición que tuve hablando con Coya y al que no supe poner nombre entonces.

— Creo que sí. Vine a buscar a mi tribu. Y creo que la he buscado desde hace mucho. ¿No lo hacemos todos? Buscar tu tribu para encontrarte a ti misma. ¡Ah!, la misma historia de siempre.

Me observa con ternura como si hubiera revelado la mayor ingenuidad, la mayor estupidez del mundo y me dice que nunca había conocido a nadie como yo. Le miro seria, todo en esta noche se ha vuelto demasiado serio, por eso asiento y respondo que de eso estoy hablando. Soy la extraña, la otra hasta para él,  aun cuando parecía que teníamos tanto en común, que éramos amigos, casi hermanos. Arturo se apresura a disculparse, que no, no lo dijo en ese sentido, sino que quiso expresar todo lo contrario, pero yo le paro con un ademán teatral. He comprendido lo que significaban sus palabras mientras las mías dejan destellos de desesperación en su cara. Y si no fuera porque en algún momento entre estas confesiones y juegos de medianoche empiezo a sentirme mal, le hubiera vacilado un poco más, pero mi cabeza, que de repente pesa toneladas, comienza a dar vueltas largas y lentas, se enciende un baile febril en mi estómago y un escalofrío recorre mi piel dejando detrás de sí huellas de sudor frío.

— El maldito mojito peruano.

Lo digo medio en broma, medio enojada, porque siento vértigo y es extraño. Es extraño estando sentada en una silla. Mañana a las cinco tengo que estar en el aeropuerto para viajar a Cusco; tengo que estar en condiciones. Arturo me ofrece agua que bebo a pequeños tragos pero no consigo alejar las náuseas que golpean cada vez más fuerte y más arriba en mi garganta. Aire, necesito aire, le susurro con voz áspera como si estuviera ahogándome, y me doy cuenta en seguida de lo dramático que suena esto, pero no tengo fuerzas ni para reírme, y solo cuando abro la puerta del bar y la noche limeña, fresca y liviana se lanza sobre mí, encuentro un poco de alivio. Arturo aparece a mi lado ofreciéndome su brazo de aspecto frágil y me apoyo en él. Avanzamos lentos, deteniéndonos de vez en cuando para descansar, para recobrar aliento entre arcadas amenazantes.

— ¿Quizás deberías intentar vomitar?

Arturo lo sugiere con amabilidad. Hemos llegado a la altura de la farmacia donde tres adolescentes discuten algo y entra el más alto, el que parece un poco mayor.

— Metes los dedos en la garganta, sacas lo que te haya sentado mal y es un paliativo instantáneo — sigue Arturo con entusiasmo creciente —.

Le está empezando a gustar la idea demasiado.

— No puedo meterme los dedos en la garganta — protesto con una sonrisa débil —.

— Sí puedes. Bueno y si tú no puedes, yo puedo hacerlo por ti…

Le miro con incredulidad pero ya es tarde. La imagen de sus dedos delgados, pálidos, de sus uñas de manicura perfecta acercándose ansiosas a mi boca como tentáculos en una película de ciencia-ficción, empujándo hacia la garganta para provocar arcadas, ya ha ocupado mi mente. Trago saliva, me fuerzo en pensar en cosas agradables como el cielo azul, playas blancas y mi mamá. Respiro profundo, una y otra vez para no vomitar ahí mismo, en plena calle.

— Arturo, ¿me estás diciendo que serías capaz de meter tus dedos a mi garganta para que vomite? ¿A una persona que acabas de conocer?

Arturo se echa a reír. Le pregunto si lo hace a menudo. Me dice que no, que no lo había hecho nunca pero claro, esa es su versión. Ni siquiera sabe si puede, confiesa, y sin embargo, dos instantes más tarde opina que no es un argumento muy contundente para no probarlo y ayudar aunque sea de esa manera tan peculiar.

— Alguna vez tiene que ser la primera — declara cuando ya distinguimos las luces del hotel mágico y yo pienso que si tuviera quince años, y estuviera loca, hasta me parecería romántico —.

La recepcionista nos saluda, no sé cuál de ellas ya que no llego a alzar la mirada, mientras, Arturo me acompaña hasta mi habitación. Sentado en el borde de mi cama y acariciando mi cabeza que descansa en la almohada me dice que no me preocupe, que seguro que no es nada, que mañana estaré bien para el viaje mágico a las tierras incas. Él quiere sonar seguro de sí mismo pero su voz quebradiza le traiciona.

Y entonces se me cierran los ojos.

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