13 Apr
13Apr

Aparezco por la puerta principal a la vez que Arturo con su jersey azul de cuadros de colegio privado inglés y unas gafas de pasta que refuerzan el aire británico de este madrileño. Cuando le veo acercándose, tan alto, joven y de aspecto frágil, me parece conocerle desde hace mucho. La ola de ternura que provocan las caras conocidas, las personas amadas después de tiempo sin verlas, recorre mi cuerpo. Le saludo con efusión desde lejos. Debo resplandecer de alegría.

— ¡Hola! Qué bien que me hayas llamado. Esperaba que lo hicieses.

Arturo tiene una sonrisa tímida. Me da dos besos y luego no sabe muy bien qué hacer con sus brazos delgados que parecen colgar desde los hombros sin gracia, sin ninguna utilidad real.

— Tenía muchas ganas de verte y saber más de ti, de tu historia. Más aún hoy que he tenido un día rarísimo. En serio, uno de estos para olvidar.

Empiezo a contarle mi viaje al centro para borrar su nerviosismo. Luego sigo con el extraño caso del escritor muerto y su ligera incomodidad inicial se transforma en un asombro creciente, mezclado con curiosidad incrédula. Le parezco una lunática.

El atardecer se ha convertido en noche azul oscura y las luces amarillentas de la ciudad empiezan a reflejarse en los cristales de las tiendas, en la pintura de los coches y en los rostros de los transeúntes. Todo el mundo tiene un brillo dorado precioso. Subimos por la avenida Larco hacia el parque Kennedy en un caminar calmado, mientras mi historia salta de un personaje a otro: del horrendo taxista al misterioso señor Rodríguez, de una conversación absurda al encuentro mágico con el viajero, de la intuición recién despertada al extraño hecho de que por la noche no sueño. Y yo sueño siempre.

— Así que tú te encuentras con brujos, fenómenos extraños y magia por todos los lados —resume Arturo mirándome con interés —. ¡Qué curioso! Mi experiencia en Perú no tiene nada de mundos mágicos.

Ha recobrado su tranquilidad y me habla con más soltura, aunque sigue con un semblante serio, meditabundo, que intenta alegrar de vez en cuando con una media sonrisa como si quisiera disculparse por lo que está diciendo.

— Los informes de cooperación y desarrollo en que trabajamos pueden, y no lo niego, presentar situaciones inimaginables, realidades increíbles pero no tienen nada de mágico, ni de casual, más bien todo lo contrario. — suspira Arturo de manera casi inaudible —. Porque Perú es un país con desigualdades radicales, de pobreza extrema, incomprensible en un país rico en recursos naturales. Y en eso todo creo que tiene una o varias causas claras y poco mágicas.

— ¡Ah, pero esa es la canción de nuestra época!

— Por desgracia es verdad. Y si le añadimos la violencia que sufre la gente que vive más alejada de la capital y de la costa, que viven en la selva, en lugares casi malditos como Iquitos, una ciudad sin ley, olvidada por completo por el Estado, por la justicia, el panorama es descorazonador…

A paso tranquilo hemos llegado al parque Kennedy rebosante de gente y nos detenemos en la fila que serpentea delante de un puesto de venta ambulante. Los mejores bocadillos, aclara Arturo, y retoma el hilo de su pensamiento. Habla de cosas que le preocupan, le apasionan, le importan, y sin embargo sus palabras no se tiñen de pasión desmesurada, no sube la intensidad de su voz cuando repite las denuncias, las injusticias, cuando enumera las vergüenzas de una sociedad, de un país que le ha dado tanto. A mí me pasaría justo lo contrario.

— Aún es un país racista y clasista donde se mantiene sin inmutarse que la pluriculturalidad y multilingüismo son obstáculos que dificultan el desarrollo — sigue en un tono medido como si estuviera redactando alguno de esos informes —. Y es obvio que es una excusa pobre para explicar la marginalidad de tantas etnias en un país de tantas posibilidades, de tantos colores…Ya que ¡imagínate!, el analfabetismo sigue siendo un problema considerable, en especial en zonas rurales como Huancavelica, Apurímac y Ayacucho, y más entre mujeres que hombres, siempre más entre mujeres que hombres… Bueno, no quiero amargarte la noche pero como ves mi Perú tiene poco de mágico.

Arturo sonríe otra vez como si quisiese quitar hierro al asunto mientras busca en mis ojos el grado de reacción, de impacto, que su discurso, sus opiniones, que él mismo haya tenido en mí. Yo le miro seria, muy seria. ¿Cuántas veces, en cuántos países, sobre cuántos pueblos he oído esa misma historia?  

— El mundo es espléndido y sigue brutal — le contesto con una sonrisa triste —.

— ¿Galeano?

— No, una estudiante de bellas artes de veinticuatro años… Creo que se llamaba Marcela.

Él suelta una risa, pero yo no estoy bromeando. Marcela lo clavó.

La vendedora, una mujer gruesa, de cara redonda y con una red sujetando su cabello negro, prepara con sus dos manos pequeñas, rollizas, sin guantes, nuestros bocadillos de pavo asado con ensalada y vierte sobre ellos una cucharada generosa de salsa de yogurt. Tarda menos de un minuto y sin perder su sonrisa amplia de tiempos felices.

— Enseguida empieza a tocar un grupo de rock, y a veces son muy buenos.

Nos guiña el ojo y su cara se ilumina. Su expresión refleja la benevolencia, esa mezcla de nostalgia y melancolía, que se siente cuando se observa desde la mitad de la vida a una pareja joven en su primera cita. La confusión de la vendedora nos divierte, cruzamos miradas cómplices, sonreímos, pero ninguno comenta nada cuando ya se comienzan a escuchar los primeros acordes de una guitarra eléctrica. Nos dirigimos hacia un pequeño cráter escalonado, a modo de teatro romano en miniatura, donde se celebra el concierto, en medio del parque. Hay muchos curiosos, amantes de la música, paseantes casuales que se han parado por la melodía fragmentada, ocupando ya todos los asientos de piedra fría y dura del teatro, así que nos quedamos de pie detrás de la última fila.

— Creo que en mi vida he ido a tantos conciertos como aquí en Lima — comenta Arturo limpiando con la servilleta dos gotas de salsa de yogurt de su barbilla huesuda—. Y son buenos. Perú tiene tanto talento, tanta buena música, pero hay pocos que puedan vivir de ello o que siquiera tengan fama fuera de sus fronteras. Empiezo a creer, como afirman algunos psicólogos, que la música no solo tiene efectos terapéuticos sino que cambia el funcionamiento de nuestro cerebro y nos ayuda a sentirnos mejor. Y la verdad es que no me he sentido nunca mejor que ahora aquí.

Son tres en el escenario y se mueven nerviosos entre cables enredados, micrófonos que se tambalean y altavoces que se niegan a funcionar. Apenas tienen veinticinco años y quizá por ello, el batería se oculta debajo de su capucha, y el flequillo del bajista tapa su media cara y una barba desigual. El único que parece querer destacar es el cantante. Lleva botas militares, pantalones de cuero, una chaqueta marrón de terciopelo, el tupé peinado hacia arriba y el ojo derecho pintado de negro.

Suena la primera canción. La voz del solista es profunda, grave, melódica y tocan bien, con fuerza, con rabia a ratos, y las letras son revolucionarias cuando cantan “viene la crisis, ojo, guardabajo, un pan te costará como tres panes, tres panes te costarán como tres hijos y qué barbaridad, todos iremos a las nubes en busca de un profeta que nos hable de paz como quien lava” y yo entre el sonido de metal reconozco la poesía de Benedetti. Cantan sus poesías alterándolas con estrofas que la gente sabe corear, y una familia con sus tres hijas no tarda en bajar para bailar al ritmo de rock mientras se ríen a carcajadas debajo del cielo limeño sin estrellas.

— Las estrellas están hoy en la tierra.

Mi descubrimiento llega en un susurro divertido de Arturo al oído, que me sigue con ojos alegres cuando bailo una canción que habla de amor. Me contesta algo pero no consigo entenderlo por la fuerza de las notas más altas. Detrás de la banda dos muchachos venden discos grabados por ellos. Por cinco soles, dicen, que no son nada, y es verdad, por tanto talento cinco soles no son nada, y cada vez más gente baja hasta ellos, se inclinan, el dinero cambia de manos, el disco consigue un dueño y el negocio sigue, fluye, crece incluso cuando dos policías se paran a escuchar la canción sobre la crisis, los panes y los hijos y no advierten, no reaccionan a lo que pasa delante de sus ojos.

— ¡Vámonos! Aquí no se puede hablar — dice de repente Arturo y me agarra con disimulo de la mano —.

Su mano fría y delgada, tira de mí para salir más fácil del mar de gente que se ha aglutinado alrededor de la música y la pista de baile. Me suelta en cuanto estamos a salvo de ahogarnos, de perdernos, y nos dirigimos hacia la calle Bolívar, una calle estrecha que sale del parque. Está poco concurrida y varios restaurantes de aspecto caro, carísimo esperan en un silencio aséptico para ofrecer su cortesía servil, esperan medio ocultos con sus luces tenues, sus colores oscuros pensados para crear distancia, esperan con cierto aire de superioridad a posibles clientes, que probablemente saben de su existencia a través de redes de contactos, por recomendaciones de sus superiores y no por la publicidad en los periódicos de cuatro soles ni por los relaciones públicas de sus puertas. Todo muy elitista, muy fino. Y de repente, al lado de uno de ellos aparece un bar pequeño con bicicletas viejas colgadas en las paredes y en el techo, con muebles restaurados de décadas pasadas y meseros con vaqueros ajustados, aros en las narices y tatuajes en sitios incómodos para la vista como la sien, la mejilla o el cuello entero.

Nos sentamos en la barra obviando las miradas que nos siguen indecisas entre la desconfianza y la curiosidad. Destacamos, claro que destacamos. Él con su jersey de niño bueno y yo con mi cojera de persona mayor, entre el resto de la clientela que grita rebelión, desobediencia y transgresión a los cuatro vientos. 

— Es un sitio maravilloso. Lo descubrí una noche por casualidad, desde entonces he querido volver y aquí estoy.

Arturo está contento y el brillo en sus ojos castaños se acentúa cuando desliza la mirada sobre las jarras enormes que ocupan la barra y la estantería del fondo. Son jarras llenas de distintas hierbas, frutos de la selva amazónica, especias variadas que se mezclan con ron o vodka o ginebra y resultan, según la frase de la pared, en una bebida refrescante, sabrosa y aromática. Se llama el emoliente. Hay coca, hierbabuena, lima, ojé, coco, aguaymanto, jengibre, hierba santa, vainilla, hay clavo y varios nombres más que no me dicen nada así que dejo que Arturo elija. Pide dos mojitos al estilo peruano.

— No es un mojito tradicional.

El chico con pelo rapado nos habla de mala gana mientras agita la coctelera. Hay algo de reproche en su pose como si nosotros, los dos extranjeros con aspecto de aburridos burgueses que se perdieron por el barrio, no supiéramos apreciar la originalidad del lugar, de su arte o de ese brio para  mezclar hierbas, especias y alcohol.

— Ya imaginaba que no. Y ¿qué lleva?

Pregunto con interés en un intento de romper el hielo, de caerle bien, siempre quiero caerles bien a los disidentes, demostrar que no somos turistas ignorantes, que somos como ellos, pero él no se fía y me mira de reojo antes de responder.

— Lleva coca, un poco de hierba santa, aguaymanto, azúcar moreno y ron. Todas las hierbas y frutos son peruanos, y como puede ver es muy sano.

Su tono delata que no ha cambiado su opinión sobre nosotros.

— Tanto como sano igual no, pero delicioso, eso sí.

La broma de Arturo me hace reír. El chico solo le regala media mueca, coloca dos vasos grandes de color verde delante de nosotros y desaparece detrás de la tela marrón que oculta la cocina. Dos segundos más tarde, a través de la pequeña abertura entre la cortina y la pared, le veo besándose con una chica pelirroja como si no hubiese mañana.

Porque no la hay. Solo existe el aquí y ahora. El chico ha descubierto el mayor sabiduría de nuestra existencia y ni siquiera se da cuenta.

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