Frente a la basílica y convento de San Francisco diviso dos grupos de turistas de piel blanca con sus cámaras al cuello y decido girar a la izquierda. Sí, voy en dirección contraria, hacia una casona impresionante azul celeste que se alza orgullosa apenas a unos metros, la Casa de Osambela la llaman, y me detengo delante de su fachada sensacional, de sus balcones coloniales espectaculares y de su cúpula de estilo árabe. Es preciosa sí, pero no deja de ser una casa. La fotografío desde ángulos diferentes y retomo mi paseo alejándome cada vez más de la Plaza de Armas.
Disminuye el ruido del centro, los coches ya no pasan tan a menudo, las fachadas lucen ahora sucias, pálidas por el sol y la lluvia. Hay menos movimiento de personas, yo soy la más alta y la única coja. No sé. ¿Debería seguir? ¿Qué hay más adelante?
— Señorita, no le recomiendo seguir en esta dirección.
La voz que sale de mi izquierda me hace parar en el acto. Es un muchacho joven, de unos veinte años comiendo una chocolatina y abrazado a su portafolios de cuero negro. Está apoyado contra las rejas oxidadas de la tienda pequeña, donde se compró su chocolatina, y cuya vendedora me dirige una mirada reprendedora, increpándome por la imprudencia de pasear con la cabeza en las nubes por territorios peligrosos.
— Usted está entrando a una zona no segura para los turistas, allí adelante vive gente de muy pocos recursos y hay mucha delincuencia, así que lo mejor para usted es darse la vuelta y volver hacia la plaza.
El joven, con su ojo izquierdo clavado en mí, y con el derecho libre por el mundo, me explica con la serenidad de los estudiantes aplicados. Le examino entre la suspicacia y el asombro. Dicen que a veces las advertencias no llegan como una certeza interior sino que se manifiestan a través de señales exteriores y de personas desconocidas, que serían como una especie de ángeles de la guarda. Porque las advertencias llegan siempre, otra cosa es que las reconozcamos y les hagamos caso.
Y yo con los ángeles no discuto.
Le agradezco antes de dar la vuelta y deshacer el camino recorrido. La Casa de Osambela, la capilla de Veracruz, la basílica y el convento de San Francisco y llego a la Plaza de Armas, donde paso frente al Palacio de Gobierno, cuyos guardias con sus respectivos bigotes me acompañan con la mirada mientras cojeo, girando a la derecha, cruzo dos calles, esquivo a la gente que parece desorientada pero yo tengo prisa, quiero salir de aquí, y paso delante del Palacio Arzobispal, el viento levanta su vuelo y en las escaleras de la catedral los turistas adoptan poses grotescas para ser inmortalizados, ¿por qué querrán ser recordados así?, y alguien me pide dinero, primero un hombre de mediana edad y luego una adolescente, no tengo metálico, les digo, y la chica me recomienda darle entonces un billete provocando mi risa que dura hasta llegar al jirón Carabaya y unos cuántos metros más.
A la altura de la Bolsa de Valores, en el cruce con la calle Miro Quesada, se ha formado un atasco. Un autobús rojo parado, varios hombres caminando nerviosos sin rumbo, manos en los bolsillos, el altavoz repitiendo demandas y eslóganes entre pitidos y cláxones, policías inmóviles como si fueran estatuas siguiendo en silencio la oleada de banderas y pancartas de un desfile multitudinario que fluye por las calles con la gracia de un río. ¡Es una manifestación! Casi salto de alegría.
— Es una protesta de los maestros del interior de Perú, están en huelga, algunos hasta en huelga de hambre. Es que están muy mal pagados y el gobierno lleva prometiéndoles años una subida de sueldo que no acaba de hacerse realidad.
Giro la cabeza hacia la voz que habla y mi corazón da un vuelco.
— ¿Otra vez usted?
Le miro incrédula. Es el muchacho de antes, con su portafolios de cuero negro y su pizpireto ojo derecho que se mueve libre por el mundo.
— Sí — asiente con energía y naturalidad —.
¿Cómo que sí? Le miro con las ojos muy abiertos dilatados y media sonrisa incrédula temblando en los labios. ¿Cómo que sí? Hace casi quinientos metros y media hora él se dirigía hacia la zona denominada peligrosa, le vi mientras yo retrocedía, pero ahora está aquí a mi lado, hablándome otra vez. Es como mínimo desconcertante. Miro alrededor, asombrada, como para asegurarme de que los demás están viendo y oyendo lo mismo que yo, pero el resto de la gente parece ajena a lo que sucede delante de sus narices.
— Usted no conoce muy bien la Lima histórica — afirma el muchacho sin mirarme con cierta dulzura hostil y balanceándose adelante y atrás —. Pero si quiere yo puedo ser su guía y contarle la historia de la ciudad. Sé mucho. En el seminario me dieron un diploma en historia antigua de Lima… Si no me hago sacerdote, seré guía turístico.
Le miro con hastío. No, no soportaría un rato más con otro perturbado de la ciudad y me gustaría decírselo así, con esas mismas palabras y sin pensar en las consecuencias, sin pensar por una vez en las malditas consecuencias, pero no puedo, no debo, ya sé que no debo, así que declino la oferta con una sonrisa fría. Nada cambia en la serena expresión del muchacho, sigue con la mirada inmutable en el desfile, aferrado a su portafolios negro y meciéndose.
— Pues bien, si no le interesa, no le interesa.
Contrae los labios como si algo irremediable hubiese pasado y sin despedirse, desaparece entre la multitud. Le observo atenta hasta que le pierdo de vista y reanudo mi camino. La multitud está disipándose, el desfile, las pancartas, las voces se alejan y yo decido encontrar un taxi metropolitano. Sí o sí. Y en apenas veinte metros más adelante se para ante mí un taxi blanco con una raya amarilla y el mundo empieza otra vez a cobrar sentido. Es un carro limpio, huele a cuero nuevo y el taxista no tiene ninguna intención de establecer conversación conmigo. Está absorto en un programa de radio que despotrica contra los manifestantes llamándoles malditos comunistas y perros rojos. Tras el último insulto, el taxista suelta una carcajada y sube el volumen de la radio.
La ciudad detrás del cristal ahumado sigue saturada de carros, de combis de colores oscuros abarrotadas que no prometen nada bueno, y es por eso, por todo lo que había sucedido, que cuando pasamos junto a una pintada mural con un arco iris en forma de infinito y un sol enorme debajo del texto “hoy es un día maravilloso”, una sonrisa algo irónica se dibuja en mi cara.
¡Perdónalos porque no saben lo que dicen!
Solo cuando por fin veo la fachada blanca del hotel, esa mansión mágica, me invade la sensación anhelada y reconfortante de estar a salvo. De llegar a casa.
— Tiene tres mensajes señorita.
La recepcionista joven, de rizos indomables me entrega la llave número cincuenta y seis y dos papelitos acompañada de una mirada curiosa, inquisitiva, que dura un instante pero lo suficiente como para no pasar inadvertida.
El primer mensaje es del señor Rodríguez para confirmar que mañana a las cuatro de la madrugada me llevará al aeropuerto para volar a Cusco. El segundo es de Coya. Ver su nombre me sorprende. No esperaba saber nada de él después del otro día, después de todos estos días, y a pesar de que había prometido facilitarme el contacto de su prima que vive en Cusco. Y no obstante, ahí está, el teléfono de María Graciela.
Comienzo a doblar el mensaje de Coya para guardarlo, pensando ya en la ducha larga y costosa que voy a tomar, cuando de repente tengo la sensación de haber pasado por alto algo y abro el papel de nuevo. Debajo del número y del nombre de María Graciela hay una línea y media más:
“P.D. Tenías razón. El señor mayor de flequillo alegre fue escritor y estaba muerto. Sale hoy en los periódicos.”
Vuelvo a leerlo. Varias veces.
Necesito hablar de esto con alguien.
Levanto los ojos del papelito, miro alrededor pero no veo a nadie. La recepcionista finge estar ocupada con una carpeta, la abre y la vuelve a cerrar unas diez veces, aunque percibo algunas miradas furtivas. Y es comprensible. Ella apuntó el mensaje, sabe lo que pone ahí y ahora sospecha que estoy como mínimo envuelta en un asesinato. Yo haría lo mismo así que no puede ser ella. En frente de la recepción, en la sala de los libros encuentro a un hombre mayor sentado en el sofá. Lee una revista moviendo los labios y no parece estar en el mejor momento para entablar conversación con nadie.
Respiro profundo para calmar mi excitación y me dirijo a la habitación.
Dejo el mensajito de Coya en la mesita de noche, me desvisto con lentitud y me ducho. Y aunque sean solo las siete de la tarde me meto en la cama para quedarme quieta y mirar al techo. Es lo único coherente que se me ocurre hacer, pero claro, mirar al techo es como mirar a una pantalla vacía o a una página en blanco. La imaginación empieza a rellenarlo con prisa y las imágenes se vuelcan ahí con una fuerza imparable, sin orden, a trompicones, destapándose, revelándose, exponiéndose. Veo al señor de flequillo alegre con su periódico y su bufanda verde en un estado inerte, veo a Coya y a su inmensa tristeza, una angustia sin fondo que suscita vocaciones suicidas a su alrededor, veo al pisco, al peligroso pisco, veo las certezas, las visiones que me habitan para luego entremezclarse entre sí y crear una niebla borrosa que se disuelve en el mar gris, en el horizonte, para volver otra vez con el señor de flequillo alegre que fue escritor y que ahora está muerto, con Coya, con el pisco, con el viajero, con las visiones, con el señor Rodríguez. Repito el círculo, investigo cada imagen, cada detalle, lo disecciono y ni siquiera sé qué busco, pero es lo único coherente que se me ocurre hacer, así que decido seguir hasta que se me cierran los ojos.
Y entonces me acuerdo del tercer mensaje.
Enciendo la lámpara y busco en los bolsillos. Encuentro el papelito blanco y al principio me cuesta creer lo que leo. Así que leo dos veces. Es de Ra, el viajero. „Te buscaré“ pone en el mensaje. Nada más. Me sorprende tanto que hasta pienso que es para otra persona. Y sin embargo, dento de mí, sé que no es así.
Es para mí y me encontrará.