— Y, ¿usted viaja sola?
El taxista me me lanza una mirada breve. No sonríe y esto ya no parece una charla amistosa, ni la conversación amena de los encuentros casuales.
— Sí, viajo sola pero tengo muchos pero muchísimos amigos en Lima.
— ¿Está casada?
Mi incomodidad se eleva con velocidad, hasta niveles insoportables. Hago un esfuerzo tremendo para bloquear el miedo que golpea a las puertas de mi mente, trato de calmarlo a pesar de un pequeño e incesante temblor en la nuca que insinúa con susurros que el cuerpo tiene razón. El taxista puede estar planeando algo. Respiro profundo.
— Sí, estoy casada y tengo tres hijos. Dos niñas y un niño. También tengo un perro y un loro.
Improviso rápido esbozando una sonrisa y mirándole a los ojos. De repente tengo la certidumbre de que es la única vía por la que puedo salvarme, por la que puedo serenar a la bestia que se está asomando de su interior. Le pregunto por su estado civil, por su familia. Una esposa y dos hijos, responde y un ligero brillo se enciende en sus ojos cuando añade que uno tiene apenas tres meses. Es un pequeño destello de amor que no me pasa desapercibido. Le felicito exaltando la importancia de la familia, de ser buena persona, de trabajar y de ganar el pan de cada día de manera honesta, con el sudor de su frente color tostada, nacido en un barrio desfavorecido de un país en vías de desarrollo, como dirían los informes de la cooperación internacional sin ninguna poesía, porque al final del día, lo único que nos hace feliz es nuestra paz interior, inalcanzable para los desalmados, los que derraman sangre, los que beben del sufrimiento de las otras. Las palabras me vienen y caen como una lluvia torrencial, sin cesar, furiosas, con la intención de derrumbar todo lo que queda en su camino y yo solo sé que tengo que seguir hablando, tengo que llenar este espacio entre nosotros con imágenes que puedan poseer algún valor para él.
Me sudan las manos.
Me sudan las manos pero no importa. Las mujeres aprendemos desde pequeñas a tratar a los hombres, en la casa y en la calle, andar de puntillas procurando no despertar su ira, no molestarles, cedemos, aceptamos y vivimos alerta, siempre alerta para captar algún cambio a peor en ellos y modificar según lo percibido nuestra actitud, aspecto o hasta forma de ser si es necesario, porque si no adormecemos a la bestia, puede lastimarnos. Nuestros miedos relacionados con los hombres y los que ellos sufren por nosotras no son comparables, ya que mientras los hombres suelen temer ser ridiculizados, cuestionados en su poder, en su honor viril, las mujeres tememos ser violadas y asesinadas. Por todo ello, por miedos personales, colectivos, de género muy reales, solo espero que no haya exagerado demasiado mi papel de madre de familia numerosa. Y eso pudiera pasar porque yo no tengo ni idea de cómo son las madres de familia numerosa, si ellas dispararían palabras con esa intensidad, con ese fervor hacia extraños taxistas, no lo sé, pero confío porque toda mi estrategia se basa en poco más que una cuestión de fe, en que lo dicho surta el mismo efecto en el taxista de chándal feo que sus palabras en mí.
Por fin las filas de coches comienzan a acelerar su movimiento, a fluir hacia direcciones diversas, a desperdigarse por la ciudad y lo vivo como una liberación. En un instante hay más aire, más espacio, más esperanza en el mundo. Atravesamos una rotonda donde la policía gesticula con los brazos en alto, llegamos a otra avenida casi desierta y nos adentramos al centro histórico por una calle estrecha unidireccional con una muchedumbre ocupando las aceras y los autos, cómo no, otra vez atascados.
— Esto ya es el casco antiguo, ¿verdad? — pregunto ilusionada —.
— Sí, en unos doscientos metros está la Plaza de Armas y a la izquierda…
— Ah, perfecto — le interrumpo con un gesto de la mano —. Me bajo ya aquí, así caminaré y veo más cosas. Aquí están los quince soles.
— Pero, señorita… ¡Espere un segundo! Luego usted no va a poder encontrar un taxi, ¿no me estaba escuchando? ¿No se acuerda lo que le dije sobre los taxis? ¡Son peligrosos! Pero usted me conoce ya y me puede alquilar para estas dos o tres horas que pase aquí, yo le espero y luego le llevo de vuelta. Es mucho más seguro.
Veo sus ojos bañados en angustia, porque se le ha acabado el tiempo, porque yo ya he abierto la puerta del taxi y salgo rápido, tan rápido como me permite mi cojera, mientras murmuro que no se preocupe por mí y le agradezco sin saber muy bien el qué, pero lo hago en un acto reflejo antes de cerrar esa puerta para siempre, cerrarla con un golpe fuerte.
Y solo entonces, ya en la acera, quieta en medio del río humano, suelto un suspiro prolongado de alivio y empiezo a respirar. Respiro despacio, respiro profundo. Inhalo, exhalo, lo repito varias veces con un auténtico gozo, como si no hubiera respirado en siglos.
Estoy bien. Estoy bien.
Poco a poco empiezo a divisar trozos de conversaciones y ruidos metálicos del exterior motorizado, percibo miradas curiosas de gente que pasa en esa gran marea propia del mediodía y que deben de notar lo que acabó de vivir. Mi lucha contra el miedo que no sé si gané del todo, porque aún siento sangre palpitando en las sienes, el susto que aún danza en mi piel. Y pensar que hoy iba a ser un día maravilloso.
¡Bah!
Levanto la cabeza y comienzo a caminar por el jirón Carabaya, plagado de tiendas de lujo, bancos y oficinas, cuyas puertas de plomo dorado y cristales ahumados se abren muy de vez en cuando a pesar de que la calle es un hervidero de gente. Avanzo despacio y distraída alzo los ojos hacia el cielo, que luce denso, opaco y gris como si de una columna de humo se tratase y se me ocurre que el incendio que lo provoca está en mí. Estoy en llamas, ardo por la rabia que me quema porque me acababan de robar. Me robaron las ganas, la paz y unos cuántos minutos de vida.
Molesta, desganada, llego a la Plaza de Armas y a los edificios coloniales enormes y amarillos de la alcaldía, de la Catedral colosal y del Palacio Arzobispal, igual de elegante. Ven lo que pasa en la plaza, lo han visto desde siempre y vieron cuando hace siglos se derramó aquí mismo sangre animal y humana, caía la de los toros en las corridas entendidas como arte y la de los humanos en las horcas por la gloria de Dios y de la Inquisición. Lo vieron impasibles a la vez que dieron cobijo a sus ejecutores, los que decidían, los que aclamaban poseer la verdad por poseer la riqueza. Y aunque hoy esta misma plaza esté adornada con una fuente inocente, por la que me cuentan que a veces sale pisco, palmeras, bancos, flores rojas y palomas blancas que me observan caminando, dando vueltas, examinando a la gente y a cada detalle de esta postal con su velo gris oscuro, aun se puede oler el miedo. Y algo más. Cierro los ojos para concentrarme mejor, para aguzar los sentidos. Aquí huele a tierra húmeda y a leña, a lluvia y a hojas frescas, hasta distingo una pizca de aroma a hierba recién cortada en la suave brisa que saboreo.
¡Qué extraño! La Lima histórica no huele a urbano. Huele a campo.
El descubrimiento discordante, espléndido en su absurdo, me devuelve parte de mi buen humor. ¡Mágico te quiero, Perú! Y sonrío a la anciana que vende flores y dedico una mirada alegre al niño curioso que, agarrado a la mano de su madre, no deja de observarme con su diminuta boca abierta y la cabeza torcida del todo. ¿Soy la primera rubia que ve? Y si es así, ¿debería guiñarle el ojo y causarle un trauma para toda la vida? La madre le riñe para que camine más rápido y se pierden entre la gente, mientras yo sigo hacia la callejuela que queda al lado del Club de la Unión, uno de los edificios amarillos con balcones mudéjares y renacentistas, tallados en cedro y caoba por algún carpinteros artistas cuyo nombre se ha perdido entre las páginas oscuras de los tiempos coloniales.
El pasadizo Santa Rosa está recién pintado, parece nuevo, limpio, ordenado. Hay terrazas modernas para tomar café, palmeras esbeltas y acicaladas. Hay una galería de arte y bancos ocupados por parejas jóvenes que no prestan atención a las dos únicas paredes libres de puertas, ventanas y balcones, donde han colgado fotografías inmensas. Me paro un rato en frente de cada una. Tienen colores alegres, paisajes distintos y expresiones felices mostrando a la ciudad y a su gente. En la parte más lejana del pasadizo, casi llegando al jirón de Camaná y a la sombra de una palmera exuberante, está el cartel de la exposición con las miniaturas de cada fotografía. Es un mosaico chillón acompañado de un texto exclamando que así es Lima, y así son los limeños. Debajo del cartel, y no me percato de su presencia hasta que tose, está sentado un anciano que, entre mantas y una chaqueta muy grande, parece una bola. Lleva un gorro gris, una barba larga y poco cuidada, y su semblante refleja indiferencia hacia todo lo que le rodea cuando muerde un sándwich que aplasta entre sus dedos mugrientos. Parece formar parte de la exposición. Su presencia es involuntaria y rebelde. Es un acto político y quizá por ello, dentro de dos meses, no recordaré ni una de las fotos, pero sí a él.
Es uno de los míos.
Cuánto más me alejo de la Plaza de Armas, más olvidado y miserable parece ese patrimonio de la humanidad. El jirón de Camaná rebosa de gente que vive hacinada detrás de las fachadas desteñidas de las quintas, en esos edificios ruinosos, otrora elegantes viviendas señoriales. Aquí compran, conversan, lloran y ríen, y se vuelven para sus apartamentos diminutos. Al final de la calle se llega a la plazuela Santo Domingo, donde un mesero apuesto me invita con gestos al restaurante italiano. Le examino sonriendo como si me hubiera contado un chiste, porque en cualquier calle de Perú esa invitación es de locos.
“Muy bueno”, le apremio, “muy gracioso”, pero él me mira confuso y repite la invitación en un inglés indescifrable. Cerca del restaurante italiano, en una fuente de color verde, un niño limpia con ímpetu los zapatos de un señor mayor, cuya manga de traje impecable revela un reloj de marca. Es de oro brillante, de aquellos que atrapan la mirada como si quisiera demostrar al mundo que el tiempo, en realidad, está hecho de ese metal precioso. Es una frase que suena bien, tan inteligente que la tragamos, la repetimos, la hacemos nuestra, aunque el viejo maestro José Luis Sampedro nos diría que es una verdadera estupidez.
Porque el tiempo no es oro, el oro no vale nada. El tiempo es vida.