Después de una noticia sobre cuatro muertos y mucha sangre en un mercado local, la presentadora del noticiero matutino de la Televisión Nacional del Perú me desea un buen fin de semana y empieza a recoger su lugar de trabajo, repleto de papeles desordenados. No parece una tarea sencilla. La mujer no para de estirarse y retorcerse en su traje escotado, sobre la superficie enorme de la mesa, hasta que desaparece difuminada en la pantalla sin poder reunirlos del todo y la escena me saca una sonrisa. Tiene razón, va a ser un fin de semana maravilloso.
Es mi último día en Lima antes de volar hacia el legendario Cusco y sé que volaré, porque al final, la muchacha de la agencia de viajes consiguió localizarme. Le costó cuatro días pero lo logró, aunque yo no dudé ni un momento de su capacidad para lograrlo. El esperado encuentro con el mensajero para entregarme los billetes y recibir el dinero que faltaba por pagar está planificado para esta misma mañana.
— Para evitar más equívocos y malentendidos — explicó la muchacha, con su voz correcta de profesora de primaria, por teléfono y con un evidente anhelo de dejar claro que nada había cambiado y la culpa seguía siendo mía —. El traspaso de sobres debe producirse en la sala pequeña del hotel donde, según los trabajadores del mismo, se encuentra una estantería enorme llena de libros. ¿Está de acuerdo? ¿Me comprende cómo debe llevarse a cabo la operación?
Parecía que estabamos traficando con cocaína. Solo faltaba alguna palabra clave esencial para la trasacción.
Tengo bastantes expectativas acerca del encuentro y no tardo en descubrir que el mensajero no es el viajero. Ni el señor Rodríguez. Ni siquiera Coya. Nos encontramos y no hay nada de miradas misteriosas que revolucionan el alma, ni de historias fantásticas sobre montañas reveladoras, ni sobre el fin del mundo. Tampoco hay preguntas significativas que suenen a invitaciones ni respuestas alocadas sacadas de las profundidades de una imaginación desenfrenada. El mensajero apenas alza la mirada mientras murmura tímido que él no es el señor Rosales, que después del incidente del aeropuerto por desgracia ya no trabaja para la agencia. Ahora él ocupa su lugar y con un gesto nervioso y rápido me tiende el sobre donde están los boletos. Me desea buen viaje, agarra su casco de moto y desaparece tras la puerta. Sin pena, sin gloria, sin nada.
¿Esto qué era? Hace dos segundos podría haber jurado que en Perú cada encuentro casual provoca comentarios intrigantes, magia, brujería o al menos, pistas de una sabiduría ancestral, y sin embargo, con el mensajero ni sombra de todo esto. Se lo comentó al recepcionista, al que le gusta comer galletas a escondidas, y se ríe pero tampoco me responde nada del otro mundo.
En la montaña fascinante donde estará ahora el viajero estas cosas pasarían de otra manera, no me cabe duda.
Aún así, cuando salgo a la calle con un humor excelente. Es viernes, el cielo sigue en su gris riguroso sin pizca de sol ni amenaza de que pueda aparecer mientras me esperan las calles históricas del casco antiguo. Sí, será un día espléndido. Respiro hondo y me dirijo hacia la avenida Larco para tomar un taxi. El recepcionista me recomendó solo ir en taxis metropolitanos, reconocibles por su color blanco y su raya amarilla. Me cuenta que la municipalidad les brinda condiciones favorables para el crédito ejerciendo a la vez más control sobre su actividad y por tanto son más seguros que el resto. O eso opina él.
En el flujo de los vehículos no distingo a ninguno así. Varios tocan miles de veces la bocina llamándome. Son azules, verdes, negros, y yo les rechazo las mismas veces con la cabeza, porque ninguno es blanco con una raya amarilla. Y yo quiero mi raya amarilla.
Camino otro rato, me paro para descansar el tobillo, examino lo que me rodea que no es mucho, y sigo caminando hasta que veo a un taxi blanco que se ha detenido a diez metros de mí para dejar un cliente. No tiene la dichosa rayita, ni siquiera es un taxi metropolitano pero por alguna razón considero que por ser blanco ya es seguro. Y me siento al lado del conductor.
— ¡Buenos días!
— ¡Buenos días, señorita!
— Al centro histórico, ¡por favor! ¿Cuánto me cobra?
— Quince soles.
El joven taxista lleva un chándal rojo y azul, alguna que otra mancha y agujeros que me recuerdan la ropa con que solíamos recoger patatas en el campo otoñal. Era un trabajo sucio y fastidioso para el utilizábamos prendas que ya estaban de camino de la basura, pero él parece cómodo con este aspecto y tal vez hasta se siente elegante en medio de la decadencia del centro limeño.
Muy bien.
La radio tiembla a ritmo de rock duro y los rosarios, colgando del retrovisor, se mecen rozándose y entrelazándose con el vaivén del viaje.
— Al centro histórico — repite el taxista y me echa una mirada curiosa —. Tiene que tener mucho cuidado ahí, señorita. Es un lugar peligroso.
— ¿Un lugar peligroso? — pregunto desconcertada —. Yo pensé que es un lugar turístico.
— Sí, sí por eso mismo. Hay mucha estafa.
Seguro que él también me está estafando con esos quince soles.
— Te venden cosas caras — sigue el hombre con monotonía—. Digo de marcas buenas, y las venden por precios bajos, las pagas y te ofrecen envolverlo en un papel bonito, pero cuando llegas a casa… ¡Sorpresa! En vez de un teléfono móvil has comprado una barra de jabón. ¡Sí! Ha pasado miles de veces. O alguien te pregunta la hora mientras otro te roba la cartera. Cosas así. Y la policía… Yo no sé qué hace la policía, nunca he entendido para qué sirve, pero creo que está compinchada con los malnacidos. Mejor no compre nada, no mire nada y ni siquiera hable con nadie, en especial no hable con nadie... No quiero asustarle, pero creo que los ciudadanos de bien debemos cuidar a los visitantes para que no se lleven una imagen equivocada de nuestro país.
¿No quiere asustarme? Entonces, ¿qué hace?
— Vaya panorama me acaba de describir, señor.
Sonrío, pero empiezo a sentirme inquieta. No quiero que me metan miedo, que inyecten temores en mi sangre que hoy amaneció dulce, de buen humor. El cuerpo vive las imágenes recibidas como una amenaza real, lo sufre y se estresa, se pone rígido, en alerta, contrae los músculos, acelera el pulso, empieza a sudar y ya no goza. A mí no me apetece sufrir porque hoy va a ser un día maravilloso.
Hemos llegado a la enorme avenida Paseo de la República, de seis carriles y estancada la altura del tercer puente. Los limeños lo llaman el zanjón, porque es justo eso, una zanja inmensa que atraviesa la ciudad. Hasta los años cincuenta fue el trazado del antiguo tranvía que conectaba el balneario de Miraflores con el centro; hoy se oyen cláxones de autos, pitidos y griterío de vendedores ambulantes que pasean entre los vehículos parados tratando de vender camisetas, banderas y gorras de la selección nacional de fútbol a los conductores impacientes y hartos que les espantan con gestos desanimados.
— Hoy juega Perú contra Venezuela — explica el taxista siguiendo la dirección de mis ojos —. Juegan aquí mismo, en el Estadio Nacional, éste enorme que queda a la izquierda, ¿lo ve? Faltan ocho horas y ya hay gente entrando, hay partido de selección y ya no trabajan y luego celebran tres días seguidos... El resultado no importa… Sí, por eso hay tantos atascos y más que va a haber según avance la tarde. Usted tendrá muchas dificultades para encontrar taxi luego y si ahora estamos parados en esta dirección, cuando vuelva usted será justo en la otra y será un caos. ¡Sí, va a ser terrible!
— No será para tanto, señor… Pero dejémoslo y vamos a lo que de verdad importa: ¿ganarán?
Pregunto sonriendo, con un poco de sarcasmo, sí, pero debo encontrar la manera de aligerar la conversación ya que el aire empieza a pesar demasiado en este taxi de presagios espeluznantes. Seguimos en el atasco, parados, condenados a estar juntos dios sabe durante cuánto tiempo, en esta jaula de metal. ¡Cómo extraño al impecable y misterioso señor Rodríguez!
— Sí, Perú debería ganar a Venezuela, son malísimos.
El taxista lanza una risita revelando una fila de dientes pequeños, amarillentos y descolocados. Hace una pausa, acaso dos minutos de silencio. La radio canta la hora, son las doce y treinta y ocho.
— Lo que le iba diciendo sobre taxis… Mire, señorita, no es que quiera dejar mal a mi país ni nada, solo pretendo ayudarle, ¿me comprende? Por eso le digo que cuidado también con los taxis porque, ¡ojo!, no solo estafan con las tarifas sino también roban y hacen de todo, cosas horribles.
Le miro alterada. ¿Otra vez empezamos?
— Sí, por desgracia es así — sigue al ver mi expresión de espanto —. Hay taxistas que roban y violan a las mujeres y luego, que no quiero asustarle pero supongo que lo querrá saber… las matan. ¡Es terrible! Ha habido varios casos en las últimas semanas, y en especial con mujeres extranjeras. ¡Sí, como usted misma! Y pasa cuando menos lo esperas. Le recogen en la acera y entonces llaman a alguien y dicen, por ejemplo, sí, cariño, ya he hecho la compra o algo parecido… En todo caso, si escucha la palabra cariño o mi amor en una llamada de un taxista, entonces seguro que no está hablando con su esposa o amada sino con su cómplice… Sí, y ya se sabe que pronto el taxi girará por una calle poco concurrida, le roban, le violan, y hasta la pueden matar, la dejan allí en la calle como si fuera una bolsa de basura.
¿En serio estoy manteniendo esta conversación? ¿Dónde estaba mi recién despertada intuición cuando más la necesitaba?
Un recuerdo remoto en mi cabeza de algo que leí hace tiempo sostiene que la mejor respuesta a los intentos de infundir miedo, no importa si vienen de fuera o son generados por nuestra propia mente, es resistir con calma para idear un contraataque positivo. No estoy muy convencida de que entienda lo que significa y menos que vaya a funcionar, pero tampoco veo muchas más opciones. Comienzo agradeciéndole en nombre de todas las turistas del mundo su preocupación, sus advertencias, y desvío la conversación a derroteros menos macabros. O eso espero. Y le pregunto si nota la prosperidad de Perú desde su posición privilegiada de taxista, y digo privilegiada por la posibilidad de conversar con tanta gente distinta mientras recorre los rincones más prósperos y más míseros de esta ciudad que parece en construcción. Él me mira confuso. No, no había visto así su profesión, dice, que fuera privilegiada aunque sí, ahora que lo piensa, él ha advertido que hay mucha más plata en las calles, en las carteras y en los cuerpos de la gente, a pesar de que aún persiste la mayor parte de la ciudad, donde el sol de la riqueza no brilla ni tiene intención de hacerlo. Lo mismo que pasa en otros países latinoamericanos y me cuenta su único viaje a Argentina. Fue en avión, dice, en un vuelo directo que duró diez horas. No pueden ser diez, tal vez pasó por Miami, o por alguna escala extraña. ¿Está seguro que fue en avión? Pero él insiste que sí, que fueron diez horas largas, llenas de cansancio e ilusión porque llevaba quince años sin ver a su madre, que trabaja de cajera en un supermercado y un instante más tarde ya estamos hablando de centros comerciales en general. Él está orgulloso por tener varios de estos gigantes en la ciudad de Lima y los alaba, los admira, los resalta como si fueran árboles milenarios, mientras yo estiro del hilo de la conversación, lo tenso hasta el límite para que el tiempo se dé prisa, para que el destino llegue antes y sin embargo, cuando miro a mi alrededor advierto que hemos avanzado apenas cien metros.
Es exasperante.