08 Mar
08Mar

— ¿Y ese loco?

Coya suelta la pregunta cuando estamos llegando a la Avenida Larco y empezamos a buscar un taxi que nos lleve a Barranco, el barrio bohemio de la ciudad. El día es gris, de nubes bajas, como si fuese a llover, aunque es solo una amenaza. El agua del cielo no llegará. En Lima nunca llueve. La temperatura sin embargo es perfecta. El aire fresco, que hace a los viandantes encogerse dentro de sus chaquetas, apretar las bufandas y agachar la cabeza, me aclara la mente.

— Creo que era brujo o mago o algo así.

Respondo con naturalidad y me doy cuenta en seguida de que es una de esas frases que pensaba no pronunciar jamás.

Un taxi verde y antiguo se detiene, Coya regatea el precio y solo después nos metemos dentro.

— ¿Brujo? ¿Qué dices?

Coya me mira desde el asiento delantero asombrado. Resumo la conversación con el viajero, describo las visiones que tuve con un par de pinceladas y sobre todo intento pintar esa mirada profunda, de luz oscura, que pude sentir en la piel y que tocó algo en mí, en lo más recóndito de mi ser. Pero es una tarea difícil, casi imposible, ya que las palabras no bastan, se quedan cortas, son insuficientes para transmitir eso excepcional, extraordinario, que sucedió ahí dentro. Ahora comprendo lo que me estaba diciendo el señor Rodríguez con lo de que sus palabras no me servirían de nada.

Lo sentí, por tanto lo sé. Para que lo sepa Coya, lo tiene que sentir él.

— Pero esa historia de no bajar de la montaña porque cree en 2012… ¿Eso qué quiere decir? ¿Cree en el fin del mundo en términos literales? ¿Que un día, es decir el 22 de diciembre, nos levantamos, o de pronto ya no hay nada de nada? Un vasto territorio negro, quemado y feo. Sí, un claro ejemplo de la cordura del hombre.

Se ríe con ese tono burlón de su voz y dirige la mirada fuera cómo buscando algo de realidad. El océano, la ciudad, el tráfico, el mundo pasan muy de prisa detrás de la ventana sucia del taxi, casi con la misma velocidad que mi mente, ruge buscando salida, algún hilo donde agarrarse para empezar a tejer el sentido de todo esto. No sé mucho sobre mayas, solo he oído y leído por encima que su calendario se acaba el 21 de diciembre 2012, prediciendo el fin del mundo o algo parecido, pero no sé de qué se trata en realidad. Tampoco me ha interesado demasiado el tema y es curioso, ya que la profecía incluye la frase temida del fin del mundo que debería llamar la atención de cada ser humano con ganas de seguir viviendo. Pero no, la mía no. Sin embargo, el viajero no solo lo mencionó sino que tiene todo un plan de vida edificado sobre ello y en el hotel, que ya sé que no es un hotel común, existe una estantería enorme repleta de libros sobre esa civilización y sus profecías.

No es accidental. Nada lo es.

— ¿Y se llama Ra? Ra, ¿qué? ¿Dios del Sol? — Coya comenta con un sarcasmo crudo y cruel que me pilla desprevenida, porque la imagen del viajero me sigue acompañando, apartándome con fuerza del presente —. Bastante rocambolesco el tipo y su historia, ¿no crees?

— Parece un tipo maravilloso, fantástico. ¿Qué sería la vida sin seres así? Sin sus miradas infinitas, sin esas historias mágicas, sin sonrisas misteriosas.

Hablo como si no le hubiera oído, como si expresase un pensamiento aleatorio en voz alta que no tiene nada que ver con el tema. Hemos llegado a la plaza principal de Barranco, rodeada de edificios coloniales, impecables en su color, en cada detalle de sus fachadas. En el corazón de la plaza una hilera sinuosa de palmeras perfectas, bancos relucientes para los paseantes exhaustos, flores para tomarse fotos aburridas de sonrisas forzadas y posturas ridículas. Pagamos al taxista de cuerpo enorme, que nos echa una mirada larga y sospechosa, comprensible tras la conversación mantenida en su coche, y nos dirigimos hacia el Puente de los Suspiros. El aire sabe a océano y se oye a lo lejos cómo rompen las olas. Hay poca gente, la mayoría parecen turistas, deambulan por las calles estrechas entre casas viejas, de colores vivos pero sin vida dentro. Por la noche, con las luces, las velas en las mesas, los puntos de luz que brillan en los laterales del cerro como estrellas sembradas en la tierra, la tez del Barranco es más linda. Entonces, promete Coya, en el ambiente se respira romanticismo, posibilidades, utopía, ese gran paliativo para un alma angustiada, para una mente entre rejas.

— Y tú, Coya, ¿qué piensas del 2012? Si piensas en ello, claro.

— Pues lo que la mayoría — declara Coya hundiendo las manos en los bolsillos y escondiendo la cabeza entre sus hombros huesudos. Siempre parece tener frío —. Los mayas hablaban de un cambio de ciclo que tiene que ver con el cambio de paradigma, de nuestra conciencia. Creo que ya se ve por todo el planeta que algo transcendental está ocurriendo y nosotros formamos parte de ello. Yo no lo concibo como un fin del mundo apocalíptico hollywoodiense para tener que esconderme en una montaña mística para sobrevivir, comiendo latas de comida preparada y olvidándome de la vida civilizada. Pero sí que lo concibo como la transformación de la consciencia colectiva. Cambiamos, y ese cambio tiene consecuencias.

Un razonamiento perfecto, acomodado dentro de nuestros límites de comprensión, donde ni una raya de color perturbador sobresale de las líneas negras marcadas que contienen los caminos predecibles del pensamiento. Todo para no alterar la realidad que conocemos. Todo porque nos da miedo. 

Ya advierte Alejandro Jodorowski que los pájaros nacidos dentro de la jaula creen que volar es una enfermedad.

— No obstante, la fecha que está sobre la mesa es muy discutible, por no decir una tontería, ya que hay quienes dicen que hemos calculado mal, con errores… Tampoco veo el sentido de tener un día exacto. ¿Qué es un día? Veinticuatro horas que no son ni significan nada en el sentido más amplio del tiempo. Por eso no hay que prestarle atención a la fecha, sino a lo que ocurre en realidad a lo largo de las vivencias de muchas personas, porque estamos en un proceso que nos afectará a todos y nadie sabe cuánto tiempo durará. Creo que el día no importa. Importa que estemos en ello ahora mismo.

Coya se detiene a la entrada de un restaurante en cuya fachada han dibujado dos elegantes guacamayos amazónicos, con sus alas coloridas extendidas, listos para volar alto, volar lejos. Un mesero, de expresión cansada, nos saluda con desgana mientras nos indica con gesto fatigado el camino hacia la terraza. Está vacía, nos advierte, pero él no sabe que eso es lo que buscamos.

Elegimos la mesa más cercana a la valla de madera pintada de cerezo que impide a la gente caerse o, si llega el caso, lanzarse al mar desde una altura de quince metros. Nos sentamos una en frente del otro, y automáticamente giramos la cabeza para admirar el horizonte. El cielo se disuelve en el Pacífico, que hoy se mece uniforme, templado y gris. Ese espejo inmenso impone por la magnitud del reflejo que ofrece del universo, de las estrellas, de otros planetas, y por toda la vida que esconde en su interior. Otro universo igual de enorme y lleno de puntos que irradian luz, que derraman vida dentro de la oscuridad reinante.

Me recuerda al viajero. Ahora ya todo me recuerda a él.

— Necesito caminar.

Las palabras salen de mis labios sin dejar de examinar la inmensidad gris que se despliega ante nosotros. No estoy muy cómoda ni relajada, aunque el océano cerca suele apaciguarme sin importar mi estado emocional.

— Quieres decir nadar — me corrige Coya indiferente mientras pide dos piscos sours al mesero desganado para comenzar el almuerzo peruano. El mesero le mira con aire molesto y sin decir nada se dirige a la cocina.

— No, quiero decir caminar. Caminar. Necesito salir de la ciudad, del ruido. Tengo un anhelo de no sé… De la naturaleza, creo. De algo más grande, de otra cosa.

En cuanto lo expreso en voz alta me doy cuenta de que realmente quiero caminar. Paso a paso, empezando por salir de aquí. Levantarme de esta mesa y huir de lo que me espera, de esas horas compartidas con Coya. La falta de afinidad entre los dos se hace cada vez más evidente. Solo estamos juntos por la obligación autoimpuesta de agradar a una amistad en común que ni siquiera se encuentra aquí. Es absurdo. Y sofocante. Como resultado incluso estoy culpando a Coya de haber roto ese puente mágico entre el viajero y mi otro yo con esa llegada inoportuna para soltar gracias sin gracia. Le lanzo una mirada rápida para asegurarme de que no intuye los pensamientos agrios que en mi cabeza suenan a gritos de auxilio. Coya está callado, pensativo, aunque su lenguaje corporal es muy revelador. Está sentado con una pierna cruzada encima de la otra, los brazos entrelazados y no es por el frío como suponía. Debe de estar sintiendo algo muy similar a mi incomodidad. En conjunto parece un tronco viejo, seco y retorcido en esa postura de protesta con las extremidades cerradas y el cuerpo girado hacia la derecha, hacia la valla protectora de la terraza. Prefiere el abismo antes que a mí. 

Muy bien. Es de perturbados pero le comprendo.

— Mira, vas a encontrar muchos tipos así, como el Ra ese del hotel, cuando vayas a Machu Picchu — dice Coya de repente apartando un silencio que empezaba a pesar demasiado —. La gran mayoría de ellos están atontados y te cuentan cada historia que al principio pueden hacer gracia, pero al final te aburren, porque no son verdaderas. Solo son sus alucinaciones, disparates, a veces hasta peligrosos. En resumen, es un montón de basura que confunde a los que de verdad están buscando algo. Revuelven las mentes, enturbian las percepciones y el perjudicado eres tú, el buscador.

¿Qué me está diciendo? ¿Qué el viajero es un loco de atar?

No, eso sí que no, por ahí no paso.

— Aún con todo esto — continua con un nuevo matiz de calma en la voz, que ha reemplazado esas exageradas salidas y subidas de tono con que suele adornar unos discursos llenos de pasión. Ese cambio le da el aire de seguridad sin fisuras que intenta aparentar sin descanso, pero que no consigue ocultar del todo la desazón que parece sentir —. Lo que trato de decirte es que a pesar de eso, y a la vez gracias a eso, Perú es seguramente uno de los lugares del mundo donde más brujos, magos, chamanes, como quieras llamar a las personas iluminadas, puedes encontrar por metro cuadrado. Hablo de la gente verdadera, con un entendimiento y una filosofía de vida que cambiará y ya está cambiando a toda la humanidad. Están en todas partes. Ya no hace falta ir a la selva, a un pueblo perdido para encontrarnos con uno o una de ellos. Están en el restaurante donde comes, en el tren que tomas o… en el hotel donde te hospedas.

Mi corazón da un vuelco. Trago saliva mientras me inclino hacia adelante. Con lo que ha dicho y con lo que no, aún con lo que solo insinúa Coya, ha recuperado toda mi atención. Él se da cuenta de mi repentino cambio de actitud y sonríe, pero es una sonrisa triste, dibujada por una especie de derrota, de pérdida. No cambia su postura orientada hacia el mar, solo me mira con los ojos grandes como lagos volcánicos en esa cara flaca de color tostado. 

— Lo vi. Vi como os mirasteis, en especial como te miró a ti y lo sentí. Había una energía muy poderosa e intensa en esa salita pequeña. Con tanta energía... Si no sales de allí a tiempo te hubieras desmayado.

— ¡Venga ya! Yo no me desmayo nunca.

Me río pero sus palabras me han acelerado el pulso. El corazón late fuerte en mi garganta y su eco repite cada palpitación en mis oídos, se me eriza la piel en una ligera vibración que sube y baja en oleadas por todo mi cuerpo. Parte de mí hubiera querido desmayarse debajo de esa presión creada por esa energía entre el viajero y yo. Lo imagino tan agradable, perturbador y refrescante como otras muertes pequeñas.

— Bueno, o hubieras sentido tanto sueño que te duermes allí mismo — explica Coya abriendo los brazos y encogiéndose de hombros como diciendo que él no ha inventado el juego ni ha decidido las reglas —. Lo importante para ti es saber que la energía de esta gente aumenta, su poder y su intensidad se expanden cuando la persona con quién interactúan está muy abierta y receptiva a lo que le rodea. Tú lo estabas. Solo te faltaba dejarlo todo y seguirle con los ojos cerrados porque ya te había ganado.

Pero, ¿esto fue una lucha?

— No es una lucha, pero debes aprender a ahorrar, proteger y usar bien tu energía — explica Coya con paciencia, como si estuviésemos hablando de física —. Estoy seguro de que esta noche dormirás como un bebé. Después de conocer y tener un contacto tan cercano con uno de ellos tienes que estar agotada. Porque a través del otro nos conocemos a nosotros mismos. La energía que experimentaste no fue suya. Fue tu propia energía la que estallaba.

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