25 Jan
25Jan

— Le están esperando, señorita. Nuestro mejor chofer, el señor Rodríguez, le llevará al Centro Cultural Español para sus exámenes.

La recepcionista del hotel señala a través de la ventana a un hombre canoso, bajito, vestido con chaleco de lana, camisa blanca y pantalones de traje que está dando vueltas alrededor de un coche. Es un vehículo grande, nuevo y de un color negro que brilla a la luz gris de Lima. Reluce a pesar de que ni un rayo de sol atraviesa el espeso manto de nubes que cubre el cielo, destaca sobre los demás vehículos que pasan a su lado. Y es porque el señor Rodríguez lo examina meticuloso. Lo adora, parándose a cada paso, agachándose, poniéndose en cuclillas, acercando su cara tanto a la chapa que parece que lo va a besar, solo para descubrir hasta la más minúscula señal de arañazo, mancha o bulto en la carrocería, y luego arreglarlo con un soplo de aliento y unos cuantos movimientos enérgicos con un trapo que solía ser amarillo.

— ¡Buenos días, señor Rodríguez! Usted sabe que es solo un coche, ¿verdad?

Bajo con cuidado las escaleras, de una en una y mi saludo le sorprende con medio cuerpo sobre el capó. Me mira estupefacto. Eso no debería haber pasado. No debería haberle visto en esa posición, en esa escena perfecta a medias, con costuras a la vista, ese trabajo sucio, duro, que precede a la obra aún sin ocultar. El hecho de que haya pasado le incomoda. Se incorpora con agilidad, mete el trapo en el bolsillo, arregla su chaleco con dos tirones nerviosos y se precipita a abrirme la puerta de la verja.

— Perdone, señorita… Déjeme abrirle… ¡Buenos días!

El señor Rodríguez junta los talones de sus zapatos impecables con un chasquido militar y se inclina para hacer el gesto de besarme la mano. Sus labios no llegan a tocar mi piel, y no estoy segura si es porque no estaba previsto o porque cambió de opinión en el último momento. El espectáculo debería fluir. Está preparado para parecer natural, pero el resultado es todo lo contrario. El señor Rodríguez me abre la puerta trasera del auto quedándose parado allí mismo, con la espalda erguida y la mirada dirigida al horizonte. Solo le falta la palma de la mano derecha llevada a la sien para hacer que me sienta incómoda del todo.

— Señor Rodríguez, en serio, no creo que todo esto sea necesario. Todas esas  alharacas, distinciones y honores.

Con una sonrisa ajusto el cinturón de seguridad en el asiento trasero. El interior está impoluto y huele a vainilla.

— Señorita, yo me tomo muy en serio todos mis oficios.

Me contesta a través del retrovisor. Sus ojos pequeños se abren bajo unas cejas anchas, negras, majestuosas, que acaparan toda la atención y resultan desproporcionadas. ¿No debería ser al revés?

— ¿A todos sus oficios? ¿Tiene varios?

— ¡Mire, señorita! Le cuento algo de mí mismo, sin querer molestarle, pero creo que le resultará más que interesante. Yo soy un militar, ahora jubilado, aunque ya se sabe, si has sido militar lo serás toda la vida. Sí, hasta la tumba, porque moriremos con las botas puestas. La disciplina y el orden forman parte de todas sus acciones. Siempre. Porque la excelencia existe, es posible lograrlo y por ello me lo exijo en cada cosa que emprendo. Y como militar estoy entregado a servir a mi patria y a mi Dios por encima de todas las cosas. De más joven lo hice en la selva luchando contra el terrorismo, plantándole cara a ese Mal llamado Sendero Luminoso y no huyendo, emigrando para cantar con las ovejas en los cerros verdes de Suiza como tantos cobardes de este país. En épocas de paz hago lo mismo en el turismo, ofreciendo la mejor experiencia posible para todos los que vienen a visitarnos, defendiendo así el honor de mi patria y sirviendo a sus intereses. Porque, señorita, para mi Perú viene primero, siempre primero. ¡Que no haya dudas al respecto! Por ello cuido a mi coche como si fuese mi hijo, por ello le trato a usted como si fuese la reina de su país. ¡Por mi patria!

En ese momento podría hacerme pasar por la reina de mi país, si lo intento sé que podría resultar convincente. Pero no lo hago, demasiada presión para él así que solo digo que muy bien. Todo esto que me cuenta me parece perfecto.

El señor Rodríguez ha recuperado su tono de voz y consigue sonar despreocupado, hasta feliz aunque su imparable parloteo delata insatisfacción que le quema por dentro. Le escucho, veo sus cejas gigantes y siento una especie de lástima tan grande por él que cambio de tema en un intento desesperado de sacarle de esa escena desbocada, acabar con el martirio que estará sufriendo un perfeccionista como él.

— Estoy segura de que habrá tenido muchos clientes interesantes durante estos largos años de servicio.

— Sí, tiene usted toda la razón, señorita. He tenido clientes muy importantes, celebridades en sus países, gente tan rica que no podemos ni imaginar las cifras que manejan… Aunque creo que, ¡mire, usted, qué curioso!, y no quisiera molestarle con mis historias, pero estoy seguro que lo encontrará interesante, que la clienta más peculiar que he tenido fue una mujer caribeña, negra como la noche misma. Una mujer voluminosa que casi no cabía en mi carro, yo por aquel entonces tenía un escarabajo, ¿lo conoce?, un carrito diminuto. Se sentó a mi lado y empezamos a charlar, ya se sabe, del tiempo, de la ciudad, y de repente me soltó: “Usted es Escorpio, ¿verdad?”. Me quedé mudo porque sí, soy Escorpio y seguía diciendo que soy muy disciplinado, leal, muy honesto pero… Y entonces se giró hacia mí, y mire que fue difícil para la señora porque era enorme, gigantesca, creo que nunca he visto a una mujer de estas dimensiones. Pero consiguió girarse y levantó la voz cerca de mi oído derecho: “Pero yo sé cuál es su debilidad y ¡es una debilidad grande! Una que le puede hundir en las profundidades más oscuras, que le costará horas de sueño tranquilo, que le provocará sufrimientos inimaginables”. Yo iba manejando y creo que a las personas que manejan no se les debe decir esas cosas. Porque mire, lo decía con una seguridad que yo estaba convencido de que era una bruja o quizá algo más, y empecé a lamentar mi mala suerte porque ¿quién quiere tener una bruja en su escarabajo? Y entonces, después de una pausa tan larga y tensa que yo creía que el corazón se me iba a salir por la boca, la señora me lanza : “¡El sexo! Su debilidad más grande y la que le va a hundir es el sexo”. Y yo la miré largo y le di la razón, el sexo me gusta, pero tampoco es para tanto, lo tengo... controlado. Lo dije todo sonriéndole, pero ella no lo encontró chistoso para nada. Me preguntaba si tenía esposa. Por aquel entonces yo iba de novios con una chica. Era Piscis. Cuando lo oyó la señora empezó a aletear con sus brazos enormes y me dio un codazo en el hombro derecho porque el carro era muy pequeño para ella, mientras me decía: “¡Por Dios! ¿Cómo se le ocurre estar con una Piscis? ¡Déjela, déjela ya!”. Y ahí estaba yo explicándome entre risas nerviosas, porque la situación era algo entre muy divertida y terrible, y ya ni sabía si estaba pasando de verdad. Y protesté, claro, protesté y le dije: “Pero señora, ¿cómo voy a dejar a una muchacha por ser Piscis?”. ¡Esto no tenía ni pies ni cabeza! Y entonces ella me miró con un desprecio fulminante, movió su cabeza en evidente desaprobación y añadió: “Usted tiene que encontrar a una Escorpio sino nunca será feliz. Es decir sexualmente feliz jamás.” Así me dijo la señora, se bajó del taxi y desapareció balanceando su tremendo cuerpo por la avenida de La Marina. Una experiencia inolvidable. Por cierto, señorita, ¿usted no será Escorpio?

Nuestros ojos se encontraron en el retrovisor, los míos grandes como platos, mientras los suyos empequeñecidos aún más por la amplia sonrisa de su cara. En ese mismo instante me di cuenta de que ya habíamos llegado al centro cultural. El señor Rodríguez frena suave para estacionar frente a la barrera del complejo. Los quince minutos que dura el trayecto han pasado volando. No me acuerdo de las avenidas que recorrimos ni de los edificios que pasaron ni de las fachadas, ni siquiera del acto en sí de habernos desplazado. Sin embargo, me juego lo que sea a que la imagen de las cejas suntuosas del señor Rodríguez se quedará conmigo durante mucho tiempo. Es probable que para siempre.

— No, no soy Escorpio…

Sacudo la cabeza como si quisiera despertarme de un sueño extraño y abro la puerta para bajar del coche. Con medio pie ya fuera vuelvo a mirarle en el retrovisor.

— Pero, señor Rodríguez, ¿al final se casó con una Escorpio?

— No, al final no. Pero he sido muy feliz con mi negra y esa es otra historia fabulosa. ¿Sabe?, la llamo negra aunque sea igual de rubia, de piel blanca y Leo como usted.

Sin decir palabra salgo del vehículo y cierro la puerta con un golpe fuerte, quizá demasiado para su coche elegante, cuidado y negro azabache. El guardia del centro me sigue con interés y sin llegar a formular la pregunta él ya me explica, con amabilidad, donde quedan las oficinas de la universidad. Es muy fácil llegar a ellas, me dice, atravesando el jardín por el caminito de piedras violetas hasta la muralla gris, ¿lo ve, señorita?, y una vez allí hay que girar a la derecha. Y me desea suerte. Es el único de los dos que recuerda el propósito principal de mi estancia en Lima.

De veras, tengo que concentrarme.     

Y sin embargo, en esa especie de aula universitaria, poblada de sombras debido a la escasez de ventanas, sentada en una silla incómoda con una mesa diminuta, como otras espaldas más, encorvadas y esperando la hoja de preguntas cuyo contenido no me preocupa lo más mínimo, y eso que estoy como dicen en el momento de la verdad estudiantil, lo único que pienso con un abandono absoluto de esa realidad es en el señor Rodríguez y en sus cejas soberbias.

¿Cómo demonios adivinó que soy Leo?

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