23 Mar
23Mar

Sin Miranda July y Enrique Vila-Matas mis primeros meses de maternidad hubieran sido insoportables.

Es lo que pensé ayer en mi clase de yoga. Así, sin pan ni nada, vino esta afirmación un tanto delicada y ya no me dejó en paz. Me fascinó el impacto de la literatura que no habla de la maternidad en la experiencia de la misma. 

La razón de un descubrimiento tan valioso puede estar en el om. Estábamos practicando el mantra om, uno de los más sagrados de las religiones dhármicas. Om, om, om, ommmmm.

"El sonido primordial, el principio de todos los demás mantras, palabras y sonidos divinos", dijo la profesora y nos hizo repetirlo con los ojos cerrados durante cinco minutos. 

Yo estaba muy metida en mi ser y en esa vibración que me conectaba con el universo. Yo era la vibración. Yo era el universo. La compañera que creyó haberse roto un tendón el otro día, que fue una falsa alarma, estaba a mi lado. Muy concentrada cantaba junto a las demás el om como si fuesen Los Chicos del Coro. Es decir, Las Chicas del Coro. Mal, lo estáis haciendo mal, quería decirles pero en yoga no se juzga. Todo está bien, está perfecto tal como es, cada una dentro de sus límites. Así que no les dije nada. 

Seguí dejando salir el aire con mi om. Seguí vibrando. Me sentía como una montaña inmensa en cuyas entrañas guardaba una cueva profunda y oscura. Solo de ahí podía salir esa voz antigua, lejana y vasta. Esa voz eterna. Me sentí poderosa cantando el om como un hombre mayor. Como dios, se podría decir. Ellas me miraban, pensando seguramente que lo estaba haciendo mal, y sin embargo, las que se equivocaban eran ellas. 

Pero todo está bien, perfecto como está así que hice como si no me hubiera dado cuenta de semejante error.

"¿Qué tal os sentisteis con el om?" quiso saber la profesora al acabar la clase.

"Fue inquietante. Creo que si lo cantamos durante quince minutos o más", dije yo entusiasmada, con la ilusión de alguien que tiene razón y buscando la complicidad de sus compañeras, "nos puede llevar a lugares maravillosos. ¿Verdad, chicas?"

No había risas empáticas como el otro día. Hubo un silencio de dos segundos. O tres. Demasiado largo. Todas observándome como si no hubiesen escuchado nada, que puede ser, o como si no me hubiesen entendido, que también puede ser. A la profesora, sin embargo, se le iluminó la cara:

"¡Sí! Un día haremos veinte minutos de cantar el om".

Yo iba a unirme encantada a ese salto de alegría grupal, pero se me ocurrió echar antes un vistazo a mi alrededor y me quedé quieta. Porque no hubo rodillas flexionadas, preparadas para saltar ni bocas abiertas por una promesa tan deliciosa. Fue incomprensible. Nos mirábamos, la profesora y yo, y nos sonreíamos con comprensión. Porque todo está bien como está, está perfecto. 

La gente empezó a recoger sus cosas. Se oyó algún que otro "uy" por alguna pierna dormida o un "ay" por esa cadera demasiada rígida.

"Solo trascendemos a través del dolor", le escuché a la profesora decir a una de las compañeras justo al salir a la calle. Por un momento pensé que se refería a esa sesión de 20 minutos cantando om y me sentí inmortal. Luego me di cuenta de que habló del esfuerzo necesario para la práctica de ciertas posturas y volví a mi mortalidad de siempre.

Fuera estaba lloviendo. No había un alma en las calles. Una tarde gris y fría en Dos Hermanas y yo estaba feliz. Con el om y Vila-Matas y July vibrando en mi pecho mientras volvía a casa. 

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