01 Mar
01Mar

Aún falta media hora para que llegue Coya pero yo ya estoy vestida, perfumada y preparada para salir a almorzar. No soy puntual, llego antes de tiempo a todo. Examino inquieta mi habitación de paredes despejadas, excepto por un Cristo crucificado pequeño de madera en la cabecera de la cama, que observa cabizbajo mis sábanas revueltas. Luego hay una televisión diminuta y pesada, de los años ochenta, una toalla blanca secándose y un árbol joven fuera, aguantando como puede los violentos juegos del viento. El silencio, anoche acogedor y necesario, ahora me resulta insoportable. Mejor espero fuera.

Por el laberinto de pasillos no me encuentro a nadie, ni siquiera están las muchachas que no paran de fregar suelos, preparar camas y reponer jabones en las duchas. Es por eso que mi corazón se encoge cuando llego al patio interior y veo al viajero a dos metros de distancia. Nos miramos, le sonrío, nos saludamos, él no sonríe, pasamos una al lado del otro, muy de cerca, casi rozándonos y seguimos nuestro camino. Hago un esfuerzo sobrehumano para no volver la cabeza y poder mirarle otra vez. Estoy segura de que sus ojos están clavados en mí, lo noto en los poros de la piel, y sin embargo, en lugar de ceder a la curiosidad tentadora, tan poderosa ella, me obligo a continuar.

No hay muchos sitios a los que ir en este hotel, pero mis pies me llevan hacia una salita que descubrí esta misma mañana, justo en frente de la recepción, junto a la entrada principal. Decido explorarla mientras espero. Podría ser el lugar idóneo donde apartarme de todos los ruidos, de las cortesías repetidas, del trabajo rutinario ajeno y aun así no estar sola en el silencio ensordecedor de mi habitación.

En la salita de colores amarillos y verdes hay una estantería que llega hasta unas vigas de madera vieja del techo, repleta de libros. Hay en castellano, en inglés, en portugués, algunos en italiano, y la mayoría incluye en sus títulos, desconocidos para mí, la palabra maya y no inca. Deslizo mis dedos por los lomos lisos y saco uno al azar. En la contraportada, una mujer con cabello lacio negro, con su cara redonda enmarcada, me mira con una sonrisa que revela espacios entre los incisivos centrales. No, la imagen agradable no es, pero la palabra “maestra” debajo de la fotografía me atrapa y empiezo a hojearlo. Historia, mitología, cultura, dioses, naturaleza, algunos esquemas, números, nombres, profecías. Como no sé qué busco, ni siquiera si busco algo concreto, cierro los ojos, respiro profundo y juego con el azar.

El libro se abre en la página ciento cincuenta y seis. En el primer párrafo la maestra reitera la importancia de la alegría y del amor hacia todo lo vivo, visible e invisible, para seguir explicando que la cultura maya descifra el cuerpo humano colocando el mismo significado de las energías que atraviesan esas partes del cuerpo al mapa mundial. Por ejemplo, las piernas representan los pilares del mundo y mientras la parte varonil carga con la responsabilidad, desde Egipto hasta México, la parte femenina tiene que llevar el peso del mundo desde Perú hasta el Tíbet. Hasta hace un siglo, y durante miles de años, el centro de la energía espiritual de la Tierra salía a la superficie en la zona del Tíbet e India, pero ahora ese centro se había trasladado y se encontraba en el área de Perú y Chile. Un punto geográfico sagrado femenino y extraordinario.

Los pies, en concreto, representan la peregrinación.

Respiro profundo porque las palabras resuenan con fuerza en mi interior. Ya no veo las líneas del texto, las letras bailan ante mis ojos y mi mente ha perdido la concentración en las palabras. Pienso en mi tobillo, en el hecho de haberse torcido justo antes de venir a Perú, y en que según la metamedicina esto tiene que ver con la resistencia, con no querer avanzar en cierta dirección. Podría interpretarse como una advertencia, una llamada de atención, una señal que debo seguir, caminar en ese sendero que estaba tanteando hace ya un tiempo, pero nunca en serio. Ni siquiera cuando lo vislumbré con más claridad hace dos meses, en mi viaje a España, cuando conocí a un gitano de pelo largo, negro y rizado y a su lado experimenté un momento de paz, de silencio, de felicidad infinita. Estuve en un lugar sin tiempo ni espacio, lleno de colores alegres. Y no estuve con mi marido. No estuve con Om. María Zambrano los llamó los claros del bosque y advirtió que no hay que buscarlos. Es la primera lección, insistía la filósofa, la lección inmediata de ese reino que el alma habita. Algo que te haga sentir tan bien no puede ser malo, pensé echada en la manta blanca entre los arrozales verdes de la Albufera junto al otro ser, admirando el cielo azul a través de las ramas del pino carrasco que ofrecía su sombra.

Sin embargo, tras mi vuelta a Panamá, no quise seguir adentrándome en esa sensación poderosa, agradable, no quería hacerme preguntas. Sabía que si lo hacía, mi vida entera iba a desviarse cuando por fin empezaba a acomodarse a mi hogar nuevo, luminoso y hermoso en la Ciudad de Panamá. Estoy feliz, me decía, aquí está mi lugar. Pensé que ese hallazgo místico se podía ignorar, olvidar, guardar en el alma como un recuerdo dulce y seguir con la vida como si nada de aquello hubiese ocurrido.

Y entonces me torcí el tobillo.

La peregrina, el peregrino es siempre alguien que deja su casa y se va a otro lugar en busca de algo diferente, explica la maestra del hueco enorme entre los dientes. La casa no solo significa una casa física en el sentido de hogar o de país, – el universo entero es nuestro lugar –, sino también en el de habitar una casa mental, espiritual, comprendida como una zona de comodidad, de rutina para nuestros pensamientos, creencias, emociones, maneras de hacer, de relacionarnos. Nos hacemos peregrinas, sugiere, empezamos a caminar para calmarnos. Porque en todo viaje, en toda partida ponemos a prueba nuestras capacidades y la posibilidad de salir de las certezas, de las convicciones y de los lugares que nos han alimentado hasta entonces.

Algo pesado cae al suelo.

Estoy tan absorta en esa bella lectura sobre partidas y mundos paralelos que la aparición de alguien más me sobresalta. Sin cerrar el libro levanto la cabeza, con el susto todavía recorriendo mi sistema nervioso, encuentro dos mochilas gigantes en el suelo y el viajero de pie a unos cuatro metros, observándome. Lleva un chubasquero negro y una cinta verde oliva en su pelo negro y largo hasta los hombros. Tiene aspecto de haber caminado miles de kilómetros para llegar hasta aquí, de haber venido del comienzo de los tiempos.

— ¡Hola! Soy Ra — dice con una voz grave, aterciopelada, acercándose lo justo para apretarme la mano. Es grande, suave y emite calor —. ¿Estás viajando por Perú?

Asiento sonriente, cierro el libro y lo dejo en mi regazo. De pronto soy muy consciente de que le estaba esperando, tenía la certeza de que íbamos a encontrarnos a solas y que me iba a ser imposible apartar mis ojos de él. El viajero me observa con un interés penetrante, intenso, que podría llegar a ser incómodo pero no lo es. Creo que estoy haciendo lo mismo. No le estoy mirando con los ojos, sino con algo desde el interior, con todo mi ser.

— Sí, en dos días voy a Cusco y luego a Machu Picchu.

Creo haber logrado articular algo coherente. Aunque no estoy segura del todo de haberlo dicho en voz alta. Igual nos estamos comunicando por telepatía. El viajero no parece muy impresionado. Su expresión sigue seria, sin muestras de algún tipo de reacción. Me pregunta de dónde soy y mi respuesta le agrada, utiliza la palabra “exótica” para hacer un cumplido, y empieza a explicar que su historia es igual de variada y plagada de nombres de lugares a la mía, o a la de muchos hoy en día. Dice que este fenómeno tiene su razón de ser: buscamos a nuestra gente por todo el planeta. Buscamos a nuestra tribu. Él es de Perú, viene de Argentina, vive en Bali y ahora está de camino al Huascarán.

— ¿Lo conoces?

Su mirada está esperanzada, pero no, no lo conozco. Es la montaña más alta de Perú, seis mil setecientos metros de altura, aunque me cuenta que él se instalará a unos cuatro mil. Allí no hay pueblos, no hay gente viviendo, solo algunos montañeros que pasarán de vez en cuando. La naturaleza en todo su esplendor. Pureza, libertad. Vida. Hacia rutas salvajes. Señala sus dos mochilas grandes pero no giro la cabeza a mirarlas, sé que están cerca de la pureta. Allí lleva todo lo que necesita para sobrevivir, dice, su ropa y su comida. Se explica sin desviar sus ojos, para no perder el contacto visual, y en ningún momento soltamos el vínculo creado.

Sería muy perturbador si no fuera porque es mágico.

— ¿Cuánto tiempo va a pasar allí, en la montaña? — le pregunto hechizada.

— No, yo ya no bajo.

¿Cómo que ya no baja?

El viajero guarda silencio. Su mirada se vuelve aún más profunda, de luz oscura, mientras me examina como midiéndome, valorándome, quizá para asegurarse de que puede transmitirme mucho más de lo que cualquier palabra es capaz de lograr que comprenda. Yo le respondo, me entrego, le recibo cautivada.

— No bajaré porque yo sí que creo en el 2012, bueno, no es que crea, es que yo he visto cosas.

Muy bien. Esto no me lo esperaba.

Un estremecimiento recorre mi cuerpo. Es un temblor agradable e inquietante al mismo tiempo, y me resulta fácil, muy fácil sucumbir a su influjo. La salita pequeña, la estantería enorme, los libros, el hotel, todo lo que me rodea desaparece. Solo existen los ojos de carbón encendido del viajero mientras dejo a mi mente aletear con libertad en el interior de su reflejo, en su infinidad. Le imagino en esa montaña maravillosa, que de lejos parece azul como cualquier otra, pero entre la nieve, cuyo resplandor hace daño al mirar, estará él, el viajero, y eso hará que sea diferente a todas las demás montañas azules del planeta. Es por él. Y cuando alzo la mirada en esa visión mía descubro que en el cielo despejado, sobre su cabeza, planean águilas cuyo vuelo, dirección, velocidad y trayectoria cuentan el futuro y sus voces le susurran secretos, le llevan a vidas, a dimensiones paralelas trazando líneas de energía luminosas por toda la faz de la tierra. Así, sintiendo, ha visto cosas; sabe.

El viajero me observa en silencio, con atención. Quizá espera que diga o haga algo, pero soy incapaz de reaccionar ante algo así. No estoy acostumbrada a ese tipo de respuestas ni a personas que me miran de esa manera, atravesándome, revolviendo hasta el último rincón de mi alma. Nunca he conocido a nadie como él. Y yo con él no me reconozco.

— ¿Tiene su viaje ya todo planeado?

Ha bajado su voz, denotando el interés que tiene en mi posible respuesta, pero sigue sin acercarse mucho más.

— Sí, sí… más o menos sí.

Estoy todavía flotando con las águilas encima de las montañas de picos nevados y el contenido de la conversación me deja impasible.

— ¿Y no lo cambiaría?

— No, no creo.

De golpe recobro el sentido de la realidad. ¿Por qué debería cambiarlo?

— ¿Ni para seguir las señales que deja la vida, ni para hacer caso a su intuición, a su destino, que antes o después le pillará y le hará hacerlo de todas maneras?

Le observo callada intentando volver al instante anterior, cuando había magia en esta pequeña habitación, que parecía consistir en millones de burbujas pequeñas flotando, fluyendo alrededor nuestro, pero no lo consigo. Ya no estoy ni siquiera segura de qué estamos hablando. Me parece que me está invitando a ir con él pero… ¿adónde? ¿A la montaña de la que ya no bajará?

Pero yo quiero bajar. Tengo que bajar. 

— Te he observado. Pero ahora mirándote a los ojos, esos ojos de color verde con estrellas doradas, te veo con claridad… Te reconozco — continua el viajero con su voz tranquila y suave, que suena como una caricia larga, una ola mimosa en mis oídos —. Todavía no lo sabes, no te has despertado aún, pero deberías ir más lejos, a más sitios, a más profundidad porque… Hay algo en ti.

En ese momento entra de espaldas Coya, contando con gestos exagerados a la muchacha de la recepción que estaba llegando tarde y que por eso corría como un loco por las calles de Lima, empujando a la gente, arrollando perros, despertando chillidos de bocinas y provocando un caos de dimensiones monumentales. La muchacha suelta una risita y Coya se da la vuelta. Nos encuentra en silencio mirándonos, un poco distraídos, porque yo he perdido el vínculo invisible que hizo todo aquello posible y el viajero, aunque nada ha cambiado en su semblante severo, se da cuenta. No lo consiguió. Lo que sea que fuera que trató decirme, no lo logró.

La interrupción de Coya nos sacude como una carga eléctrica rompiendo aquel mundo efímero del todo. Me levanto despacio para dejar el libro en su sitio, les presento y los dos intercambian algunas palabras corteses de saludo, solo para despedirse enseguida otra vez. El viajero le examina, pero su mirada se detiene poco en el cuerpo encorvado de Coya, y le advierten desde la recepción que su taxi le está esperando. El viajero asiente y empieza a recoger sus mochilas. Coya sigue con cierto recelo sus movimientos ágiles y sugiere que nos vayamos también, parece tener prisa. Extiende su mano para despedirse del viajero que ya está saliendo. Yo sin embargo, no puedo resistir la tentación. Necesito tocarle y aprieto su mano grande, suave entre las dos mías, aprieto fuerte como si quisiera comprobar que él y que todo lo que experimenté fue real. Quiero retenerlo. La escena entre las manos y las miradas entrelazadas se prolonga demasiado pero es cuando sé que tengo muchas preguntas que hacerle, que me interesa él, su misterio, todo lo que esconde, que se está yendo y con él la oportunidad de abrir una puerta  distinta a un mundo nuevo. Se me escapa entre los dedos, se me escapa para siempre y no puedo detenerlo. El viajero, como si distinguiese la tormenta que desató en mi alma y quisiera calmarla, se inclina hacia mí.

— Tienes todo el tiempo del mundo.

Es la primera vez que le veo sonreír.

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