08 Feb
08Feb

Los sofás de la entrada del Centro Cultural están ocupados. Las mujeres sentadas en ellos conversan animadas sobre la charla que está impartiendo una doctora en medicina alternativa. Las opiniones se dividen entre las más optimistas y las más escépticas, no hay acuerdo unánime sobre el acontecimiento, pero el lenguaje y las palabras escogidas en el debate delatan cortesía y buena educación. El entusiasmo y la expectación que rodea a esas mujeres sofisticadas es palpable cuando discrepan, solo para empezar a reírse enseguida. Lucen peinados recién salidos de la peluquería, un maquillaje discreto pero apreciable y joyas de oro brillante y diamantes. Son españolas. Y todas parecen llevar media vida en Perú.

Les saludo, recibo sonrisas generosas y me siento en el único rincón libre de uno de los sofás colocados en forma de cuadro. Aquí estoy mejor. Estaba paseando con mis resúmenes por el jardín del centro, pero entre el ruido del cortacésped, el olor amargo del veneno con el que rociaban las flores, y a mí, y el frío que empezó a apretar, decidí buscar un refugio seguro.

Cerca de mi sofá está situado el cartel azul de la charla en cuestión. La doctora Chang habla sobre todos los padecimientos humanos posibles, desde las migrañas y la menopausia hasta la calvicie y el cáncer, ofreciendo alivio y cura para cada uno de ellos. Muy bien. Esto significa que las mujeres encantadoras se van a escucharla y la sala se quedará en silencio para que yo pueda repasar tranquila mi examen.

Deslizo mis ojos hacia las paredes blancas del centro y veo que tanto el Rey y la Reina de España como el ex Presidente del Gobierno José María Aznar han estado aquí. Unas placas conmemorativas de cada una de las visitas, dan una exagerada importancia a esas apariciones puntuales. ¿No se dan cuenta de que lo que le da vida al centro, y por tanto significado a su actividad, son estas mujeres que se reúnen aquí cada semana desde el principio de todo? ¿Dónde está su placa? “Doña Tal y Tal (así hasta treinta nombres más) con su presencia traen alegría y hacen brillar al Centro Cultural Español cada martes, jueves y sábado desde mil novecientos noventa y seis hasta hoy”. ¡Sería maravilloso!

En ese momento me acuerdo de la osadía del señor Rodríguez de llamar cobardes a la gente que se exiliaba cuando Perú sufría el terrorismo en los años ochenta. Seguro que muchas de estas mujeres que se sientan ahora en estos sofás salieron de la España de Franco, de la dictadura, unos cuantos años antes. La emigración nunca es cosa de cobardes sino todo lo contrario. Es un acto de rebeldía y de coraje.

A la izquierda de la entrada principal está la puerta de madera gigante de la capilla, que está vacía y a oscuras, en frente se ve un restaurante anodino, igual de frío que el viento que corre tras las ventanas enormes. En la parte derecha hay una puerta, tapada con una cortina gruesa, que da a la sala de conferencias. Hacia allí se dirige el grupo de mujeres cuando una trabajadora del centro les indica que la conferencia va a comenzar. Se cierra la puerta y todo queda en silencio durante más de una hora.

— ¡Ay! Manolo, por Dios ¡Ven para acá!

Un grito apagado me hace levantar la vista. La mujer pelirroja, que lleva un suéter de lana gris, tres tallas más grande, y unas zapatillas de deporte blancas como la nieve, trabaja para la universidad. Esta mañana estaba en el examen repartiendo hojas con preguntas, susurrando avisos del agotamiento del tiempo asignado para contestarlas y cuando le entregabas el examen te entrevistaba por pura curiosidad personal suya para saber de dónde eras y dónde vivías ahora.

Tres segundos más tarde hace su entrada Manolo. Un hombre bajito, redondo y calvo vestido de gris desde los pies hasta la cabeza. No tiene buena cara. Además de la coloración azul violácea de su piel parece enojado.

— ¡Mira, Manolo! ¡Mira este cartel!

La mujer entusiasmada señala con el dedo la foto de la doctora Chang. De hecho, la está tocando, el dedo índice apoyado en la nariz de la doctora.

— ¿Qué? ¿Qué tengo que mirar?

Manolo gruñe y en vez de mirar a la pelirroja y a la doctora Chang dirige su mirada de manera deliberada hacia la ventana que da al jardín.

— Aquí, una tal doctora Chang da una charla — la mujer echa una mirada a su reloj —. Justo ahora, Manolo. ¡La da ahora!

— Y ¿qué?

El inmutable Manolo sigue admirando el paisaje.

— Es la medicina alternativa ¡Escucha esto! Todas las enfermedades, dolencias y… Te hacen el diagnóstico gratis, te aconsejan y... ¡Gratis, Manolo! ¿Has oído esto? Podríamos entrar a ver de qué hablan y que nos hagan un diagnóstico a los dos. ¿No quieres? ¡Será divertido, Manolo!

Manolo no contesta. Sigue con las manos unidas en la espalda y los ojos clavados en el trabajo minucioso del jardinero que está cerca.

— ¡Manolo! Tengo más de una hora y media hasta el próximo examen. ¡Vamos a entrar!

— ¡Por dios! ¡Déjalo ya, mujer! No voy al médico en España y sí, voy a ir ahora, en Perú. A eso he venido yo. ¡Venga ya, hombre!

Manolo se da la vuelta y sale de la escena dejándola a ella sola admirando el cartel. Ella sigue leyendo todas las promesas escritas, las murmura para su esposo pero Manolo ya está fuera fumando. 

— Ay, Manolo, cómo eres. Además de remediar lo de tu calvicie y lo del intestino irritable te ayudarían a dejar de fumar. Aquí lo dicen.

La voz de la mujer es tan clara y fuerte que rebota debajo de los techos altos de la sala antes de seguir con su dueña a Manolo hasta la terraza.

Sonrío. La mujer pelirroja y su Manolo me han alegrado la tarde.

El silencio se acomoda otra vez en la sala y yo vuelvo a mis resúmenes de “Sistema Político Español”. Puede que sea por el cansancio, por el cartel azul o por las peculiaridades de mi mapa mental, pero es entonces cuando se me ocurre que estoy estudiando un tema casi medicinal. Porque según pone en el cartel de la doctora Chang la enfermedad aparece por la falta de armonía en el sistema humano cuerpo-mente-alma y para mí que esto debe ser parecido para los países. Por enésima vez leo que tanto el sistema de partidos de España, el modelo autonómico, el modelo económico, como el modelo español de la participación cívica sufren de anomalías, deformaciones, perversiones y trastornos de diferente gravedad. No, no están nada bien, ahí hay mucho conflicto latente. Y todo esto a pesar del tratamiento democrático y económico convencional cuya aplicación dura ya más de treinta años.

En términos clínicos hablando, España es un enfermo crónico. Para la medicina tradicional las enfermedades crónicas hablan del rechazo al cambio del paciente, del temor hacia el futuro apoyado en una sensación de inseguridad perpetua que viene del pasado y origina la enfermedad. El miedo paraliza, corta la respiración, pero la vida necesita fluir, necesita oxígeno. Porque la vida es energía. Lo que sugiere esa teoría es que la raíz del problema se sitúa en el plano emocional y mental, en los canales de energía y no en lo físico. Por esto tratando solo los síntomas se puede maquillar al paciente para que luzca sano en los ojos ajenos, pero no lo cura. Aunque el médico le repita mil veces que está bien, el paciente en su fuero interno sabe que no lo está. Y antes o después, siempre más bien antes que después, lo verá también el resto del mundo.

Ya lo dijo Frida Kahlo, que tanto la belleza como la fealdad son un espejismo, porque los demás terminan viendo nuestro interior.

A finales de noventa los médicos alababan a España y la declaraban curada, era la bella de Europa. La gente sana siempre nos parece bella. Y España nos parecía hermosa porque presenciamos un periodo de aparente mejora milagrosa que suscitó esa euforia, esa popularidad y esa ola de cumplidos desde el exterior, interpretado como la prueba definitiva del éxito de las recetas ortodoxas aplicadas. Se estaba haciendo lo correcto, España iba bien.

Lo decía la ciencia, ¡por Dios! Bueno, y Aznar se encargaba de repetirlo una y otra vez hasta que se convirtió en la verdad.

Sin embargo, a todo el mundo parecía habérsele olvidado la posibilidad de que solo fuera ese momento de lucidez extraordinaria y de repentina mejora que se presenta en los pacientes terminales justo antes de la crisis definitiva. La ciencia vincula el fenómeno de la mejora visible, la mitigación de dolores, hasta la euforia antes de colapsar, con una serie de neurotransmisores, hormonas y enzimas que se liberan de repente en el organismo. Tras la calma viene la tempestad. Pero las crisis nunca tienen que ver con la superficie de las cosas, con su belleza o su fealdad, sino con su interior, con sus estructuras. Y lo que no está bien, tiene que derrumbarse, terminar. Lo curioso es que esas enzimas, hormonas y neurotransmisores que el organismo libera son productos de la misma enfermedad que al final te mata. Por tanto, lo que provocó que una España enferma experimentase en apariencia una recuperación mágica es lo mismo que ha provocado su agonía, lo que ahora la está matando.

Brillante. Contesto así en el examen y mato al profesor.

Dejo los resúmenes sobre mi regazo. Tanto pensar en la muerte me ha recordado mi tobillo lastimado. Sigue hinchado y metido en la tobillera negra parece un trozo de madera vieja. Lo acaricio, le prometo que pronto estará bien. ¿Qué diagnóstico pondría la doctora Chang en la sala de al lado? Cuando pasó, además de asumir lo obvio, que las deportistas de vez en cuando sufren lesiones, quise saber por curiosidad qué dice la aproximación holística de la metamedicina sobre las lesiones de tobillo. Tal vez había un mensaje en todo aquello. Las cosas de ese tipo no suelen suceder sin razón y yo nunca había tenido un esguince. Entonces, ¿por qué ahora? Siete días antes de mi esperado viaje a Perú.

Echada entre los cojines del sofá de mi casa, con el tobillo envuelto en una compresa fría de hielo y en alto, empecé a leer sobre el tema en internet porque tampoco hay muchas cosas que una puede hacer en estas circunstancias. A la primera descubrí el libro de Louise L. Hay “Tú puedes sanar tu vida”. La autora está convencida de que cada problema físico que tenemos es debido a un modelo mental o emocional que nos hemos creado por las experiencias propias y, por tanto, se puede curar con unas afirmaciones concretas. En el prólogo ella advierte que el libro en sí no sana a nadie. Un comentario como mínimo inquietante, porque demuestra algo poco esperanzador: hay gente que ha creído que sí.

El libro desea despertar nuestra capacidad de contribuir al propio proceso curativo, porque para sanar y hacernos íntegros hemos de equilibrar cuerpo, mente y espíritu. Esto coincide con la filosofía de la medicina tradicional, pero la aproximación holística intenta ir más allá de lo tradicional. La autora ofrece una tabla detallada para cada dolencia específica, y los tobillos representan la capacidad de recibir placer. Y los problemas relacionados con ellos hablan de inflexibilidad y de culpa.

¿La incapacidad de recibir placer? ¿Inflexibilidad? ¿Culpa? ¿Yo?

Entendía lo que leía, pero no alcanzaba a comprenderlo. Coya tiene razón cuando te mira como de vuelta de todo y te dice que “hay una gran diferencia entre entender y comprender”.

Continué leyendo para descubrir que las torceduras representan la ira y la resistencia en ti y el rechazo a avanzar en cierta dirección. ¿No quiero avanzar en cierta dirección en mi vida? ¿Qué dirección es esa?

Para curarme bien, según Hay, debería repetir varias veces al día las siguientes afirmaciones: “merezco gozar de la vida”, “acepto todos los placeres que la vida me ofrece”, “confío en que el proceso de la vida sólo me lleva a mi mayor bien”, y uno algo inquietante paradójicamente: “estoy en paz”.

“Estoy en paz,” murmuré hipnotizada en voz alta y levanté los ojos de la pantalla del ordenador. Me quedé admirando la gran manta verde de los cerros que se ven desde mi ventana. Casi diez meses viviendo en Panamá y todavía no había paseado por el bosque que hay al lado de casa. Con mi marido. De la mano, con amor.

El cielo estaba azul claro, lo que era un poco extraño para esa época del año, y las nubes blancas habían adoptado formas similares como si de un dibujo animado se tratase. Una mañana preciosa, pensé y suspiré no del todo tranquila. Lo que insinuaba el libro no tenía ningún sentido para mí.

¿O sí?

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