01 Feb
01Feb

Las puertas de la Universidad del Pacífico se abren de par en par y una marea ruidosa de cabezas oscuras se desparrama y desciende por las anchas escaleras. En cuestión de segundos en cuatro corrientes separadas alcanzan la acera donde yo acabo de llegar con mi caminar lento por la cojera. El examen me fue tan bien que sentí una energía renovada y decidí salir al mundo. Ser rebelde y cruzar fronteras y dar una vuelta a la manzana para descubrir la vida cotidiana de un barrio cualquiera en contra de las recomendaciones del médico de reposo total y de mínimo esfuerzo para el tobillo. Necesito moverme, cojear aunque sea, para descansar y airear la mente antes del examen de la tarde y así lo hice. Había atravesado, lenta pero orgullosa, unos doscientos metros hasta que me encontré con esto.

Veo a la estudiantil marea avanzando hacia mí, cada vez más cerca, pienso en mi tobillo lastimado pero tarde, todo demasiado tarde, y ya no puedo hacer nada. El flujo de jóvenes me traga como a la gente desprevenida que hay en la parada de autobús de la avenida Salaverry y a la clientela de la cafetería, al otro lado de la calle de Sánchez Cerro. Tantas personas juntas creamos remolinos humanos difíciles de esquivar, y me hallo rodeada de cuerpos aniñados, vestidos de manera similar con el color negro como dominante, leggings y las botas Ugg. No hay ninguna disidente de la apariencia entre ellas, ninguna discordancia aparte de la mia y sin embargo, creo que ni se percatan de mi presencia. Soy invisible en su oscuro mundo de ombligos adolescentes. Sé que es oscuro, he estado allí.

Hay risas, miradas huidizas, acné en rostros que no parecen de estudiantes universitarios, sino a algún eslabón situado mucho antes en la línea de las edades humanas. Más cerca del comienzo de la vida, casi al principio. Son muy niñas aún, ¿no lo ven?, y no obstante, se espera que ya sepan qué quieren hacer en la vida, qué ser, como si ahora no fuesen nadie ni hiciesen nada. Como si todo lo bueno, lo valioso en la vida, o ya fue o, en su caso, está por llegar. Y el presente es solo una especie de transición, un limbo, una pausa entre dos puntos significantes. En realidad es todo lo contrario. 

De repente noto una oleada de empatía, una necesidad extraña de abrazarlas y advertirlas de que no se preocupen por lo que será, de que solo importa el aquí y el ahora. Importan ellas. Porque todo está en el presente, es lo único de lo que disponemos.

Llego a decirlo en voz alta y me toman por loca.

Y lo comprendo, no lo pueden remediar. Porque ellas no saben que a nosotras, a su edad, nos preguntaban también con una sonrisa prometedora qué íbamos a ser y hacer en esta recién adquirida independencia estatal. En esa república joven nuestra donde las numerosas oportunidades de oro caen del cielo, porque así es el cielo capitalista, nos decían, y reina la libertad total donde cada una puede ser y hacer lo que quiera, porque así es la libertad capitalista. Nadie nos advirtió de la selva fría, donde existían unas reglas para el pueblo y otras distintas para los reyes, ni de las telarañas de las deudas, de las trampas de un individualismo radical, deshumanizador. 

Y no lo hicieron, de hecho siguen sin hacerlo, porque esperaban escuchar una sola cosa: que las chicas, dentro de esa libertad vasta, quisieran ser madres y parir sin parar por nuestro país. Ahuyentar ese miedo omnipresente e intergeneracional de la desaparición de nuestra nación, de un olvido que llevamos encima como si fuese nuestra segunda piel. Pero una piel que pesa, que no deja respirar. El gran designio en la vida de todas debería ser detenernos y paliar ese miedo tan masculino. Solo cuando ya no hay posibilidad de procrear nos dejan en paz. 

Y yo no lo sabía. Aunque dije que sí, claro que sí, todo por mi patria capitalista, yo en realidad no sabía qué quería. Estaba dispuesta a todo y a la vez a nada de lo que me estaban hablando.

No, no me gustaría volver a tener dieciocho. Ni loca.

Con esfuerzo, entre choques leves, toques accidentales y permisos murmurados, deshago la maraña humana y retomo mi paseo por la avenida de San Felipe. Es la hora del almuerzo y hay tanta gente acelerando como aromas en el aire. Me detengo para sacar del bolso mi comida, dos bananas del bufé del hotel, con la idea de disfrutarla en la bendita soledad y anonimato de la calle, lejos de miradas inquisitivas. Tras el primer bocado alzo la mirada para descubrir que me he parado frente a un edificio viejo, de color vino tinto desteñido, de ventanas deslucidas y de letreros caídos. En uno se puede leer: Universidad Alas Peruanas.

Con ese nombre, ¿cómo es posible que no haya volado lejos hace tiempo ya?

— ¡Hola! ¿Qué tal te fue el examen? ¿Bien?

Mi sorpresa es considerable. ¿Quién, con acento español, me conoce en esta avenida limeña, en frente de un edificio abandonado recien descubierto?

Me vuelvo con calma mientras intento tragar el resto de la banana que me había metido casi entera en la boca. No, bonito de ver no debe haber sido, pero me encuentro con un chico con traje gris y maletín de cuero marrón que me sonríe con entusiasmo. Sé quién es, estaba sentado justo delante de mí en la sala de exámenes. Me acuerdo de su espalda.

— Sí, me fue muy bien. Y ¿a ti?

— También. Al principio las preguntas lograron sorprenderme pero creo que aprobaré. ¿Qué carrera haces?

Me clava sus ojos marrones, acomoda las gafas de pasta y cambia el maletín a la otra mano. Tiene cara de matemático. Con su cuerpo delgado y alto, su pelo negro rizado y la piel muy pálida tiene un aire espectral. No debe tener más de treinta años.

— Estudio Ciencias Políticas. Y ¿tú?

— ¡Oh! Ciencias Políticas. Impresionante, una carrera dura.

Su admiración me agrada. Estoy de acuerdo con él, es dura.

— Yo hice un examen de lengua portuguesa, pero hace dos años me licencié por esta misma universidad de Economía.

— Economía, ¡qué interesante! Y nada fácil — le devuelvo el cumplido —. ¿Te costó mucho acabarla?

— No diría que me costase demasiado por las materias en sí, pero se hace largo, estás estudiando a solas con tus libros, como pasa cuando son estudios a distancia, pero yo por suerte viviendo en África tuve tiempo y creo que mereció la pena el esfuerzo. Y tú, ¿vives en Lima?

La simpatía es instantánea. Nuestra primera conversación se parece a un partido de ping-pong cada vez más veloz y en lugar de agotarse con nuestras respuestas, de la curiosidad emergen mil preguntas nuevas, cada una más interesante que la anterior, con posibilidades de llevarnos por un camino o por otro, o por un tercero inimaginable mientras una quiere recorrerlos todos. Pasa muy pocas veces.

— No, solo he venido a hacer exámenes. Luego viajaré por Perú, pero vivo en Panamá.

— ¿En Panamá? ¡Qué curioso! Yo conozco a gente que trabaja allí, en oficinas de la ONU.

Sus ojos brillan con alegría mientras recuerda a los conocidos, sus nombres y puestos de trabajo. Se instala en mí esa sensación de comodidad que se tiene con un amigo de la infancia.

— ¿No será Harry Brown?

Mi pregunta viene con media sonrisa.

— ¿Harry Brown? No, no le conozco…

— Qué raro.

Pensaba que todo el mundo conoce a Harry Brown, el politólogo más célebre de Panamá. Con ese nombre de personaje histórico, o de detective, es imposible que no sea famoso también fuera de las fronteras de su país. Yo se lo digo siempre, que tiene un nombre lleno de posibilidades, destinado a hacer cosas importantes, a ser una leyenda, y que antes o después se convertirá en el héroe de algún libro porque no le queda otra. Él se ríe pero yo con estas cosas no bromeo.

— ¿Pero ese Harry Brown trabaja en la ONU?

— Pues claro, de esto hablábamos, ¿no? Bueno, y tú, ¿vives en Perú?

— Sí, en Lima desde hace dos meses.

— ¡Déjame adivinar! ¿No encontraste trabajo en España?

— No, no es eso — responde riéndose con algo de amargura —. Lo mío ha estado siempre fuera de España, trabajo en cooperación. Pero tú… ¿por qué Panamá?

— Porque yo sí soy una exiliada por motivos económicos.

Su mirada adquiere un destello de interés más hondo. Abre la boca para hablar pero debe de cambiar de opinión en el último instante y la cierra de nuevo. Se produce una pausa y sus ojos saltan de mí a la calle, su cuerpo se mueve intranquilo como sin saber muy bien qué hacer antes de empezar a buscar algo en su maletín de cuero.

— Mira… No sé si conoces a mucha gente en Lima pero si tienes tiempo me gustaría verte de nuevo. Podríamos quedar una noche, ya que tenemos tantos temas en común y te llevo a algún sitio interesante. De hecho conozco el lugar perfecto.

Su brazo metido hasta el codo en el maletín se mueve con energía haciendo círculos. Por fin saca una tarjeta de visita y me la entrega.

— Por cierto, soy Arturo. Y ¿dónde te hospedas en Lima?

— Estoy en un hotel señorial mágico y blanco en la calle José González, en Miraflores.

— ¡Ah, sí, ya sé cuál es! Vivo justo en frente.

Me quedo mirándolo con expectación, buscando alguna señal en sus ojos, en su boca, en la pose que adopta su cuerpo, pero él no da ni una muestra de haberse dado cuenta de lo extraordinario que es eso. ¿No está sorprendido ni maravillado por esta casualidad en una ciudad de casi diez millones de personas? Yo sí.

Porque las casualidades no existen.

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