18 Jan
18Jan

El despertador debía sonar a las cinco menos cuarto, pero abro los ojos dos minutos antes. Pasa siempre. No me sorprende la habilidad del cuerpo para despertarse a la hora que yo misma me había sugerido en el colchón. Es uno de estos pequeños milagros que ocurren cada día y que yo puedo provocar.

Me estiro, respiro profundamente y levanto mi pierna derecha para observar el estado de mi tobillo. Sigue hinchado y morado. Lo acaricio, le hablo y dejo escapar el aire de mis pulmones aún somnolientos. En la habitación hace frío y renqueo hasta el cuarto de baño, pero mis muslos y gemelos desnudos se cubren de piel de gallina. Abro la ducha, me quito el tanga y la camiseta, coloco una toalla blanca en el suelo y me meto en la bañera. El agua caliente empieza a caer y cierro los ojos para enjabonarme mientras libero una prolongada eme para exteriorizar el gozo. En la ducha no hay que cantar. Se deben pronunciar letras sueltas para no pensar en nada, para que el mundo se pare. Hasta que empieza a dar vueltas otra vez y entonces giro el grifo para acabar con un chorro fresco, que entre chillidos despierta hasta el último poro de mi cuerpo. Es divertido y sin embargo, el mejor efecto del agua fría viene unos instantes después, cuando ya estoy envuelta en la toalla, sentada de nuevo en la cama y una inmensa ola de calor atraviesa todo mi ser. 

Faltan dos horas para el desayuno y cinco para ir al Centro Cultural donde está ubicada la sede de la universidad. Voy con el tiempo justo así que empiezo a repasar para el examen de Métodos y Técnicas de Investigación en las Ciencias Sociales. De acuerdo, el nombre de la asignatura asusta y aburre a partes iguales, demasiado largo, demasiado torpe, pero su contenido no lo es. Comienza denso y potente, como si de una novela se tratase, y nada menos que con el famoso Thomas Kuhn y su fabulosa teoría sobre las revoluciones científicas. Kuhn rechaza la concepción tradicional de la ciencia como una acumulación progresiva y lineal de nuevos logros y postula que también existen momentos “revolucionarios” en los que la relación de la continuidad se interrumpe y se inicia una nueva construcción. El paso de una visión teórica a otra es tan global y con consecuencias tan radicales para la disciplina afectada, que lo ocurrido se puede calificar de “revolución científica”. Se produce una reorientación de la estructura conceptual a través de la cual se mira el mundo, y cambia la perspectiva teórica que guía una ciencia.

¿Y en la vida humana no pasa algo similar? Muchísimo más a menudo de lo que parece. ¿No serían esas crisis existenciales de las que hablaba Coya ayer, y donde al parecer estoy inmersa yo misma, también revoluciones con consecuencias radicales? Ya que nuestra teoría de vida, las herramientas y hasta la metodología usada para observarla, para estudiarla, para experimentarla se modifican del todo. Sería algo parecido a una conversión, como pasa en todo tipo de toma de conciencia, un desplazamiento de ideas. Un cambio de puntos de referencia. Un gran salto al vacío.

El mundo no cambia porque el mundo es. Cambia la mirada. Ya decía Buda que el verdadero y el único viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes sino en tener nuevos ojos. Solo cambiando la mirada podemos cambiar el mundo.

Muy bien. Lo desarrollo así en el examen y me suspenden seguro.

Repasando, intentando retener conceptos, términos, ideas claves he cojeado por toda la habitación unas cien veces, me he sentado en la cama y me he levantado de allí otras tantas, cuando mis tripas empiezan a quejarse. Faltan treinta minutos aún para el desayuno, y con estos tragos de agua tibia no puedo engañar más tiempo a mi cuerpo. Tengo que salir a buscar comida.

En la terraza situada en el patio interior, donde sirven el desayuno americano, como apuntó la recepcionista con amabilidad, no hay nadie. Reina un silencio absoluto. Me siento a esperar en la mesa más cercana al jardín e intento descansar y no pensar en nada. Pero me resulta imposible. Ahí están las flores naranjas, los pájaros, de formas y voces extrañas, saltando por los arbustos verdes, pero yo veo fuentes llenas de frutas exóticas, maduras y dulces, yogures de varios sabores y panecillos integrales y multicereales. Hasta una tortilla francesa con jamón y queso sobrevuela mi cabeza. Luego llega flotando una bandeja enorme rebosante de dulces.  ¿Es una montaña de bizcocho de chocolate negro y nueces o un palacio hecho de tarta de queso? No importa. Ahora mismo me comería esa palmera tan apetitosa que se mece en la esquina más lejana del patio ajena a mis intenciones. Creo que estoy muriéndome de hambre.

— ¡Buenos días, señorita!

Un muchacho muy delgado de tez morena, con chaleco negro y camisa blanca me sonríe mientras coloca el termo plateado de café y la jarra de leche en una mesa larga a mi lado. Le devuelvo el saludo y la sonrisa y falta muy poco para que le abrace fuerte cuando vuelva de la cocina con una fuente grande de frutas, una cesta de panes y la jarra de zumo recién exprimido. Le agradezco feliz, diciendo que con todo esto voy ya más o menos servida, y el muchacho se ríe mientras sigue trayendo más comida. Pero yo no estaba bromeando.

Cuando los demás huéspedes empiezan a hacer acto de presencia yo ya estoy disfrutando de mi paz intestinal. Los observo con interés benevolente. Las primeras en aparecer son tres brasileñas, con senos enormes y caderas imponentes, que se acercan casi bailando a la terraza del desayuno. Se ríen a carcajadas y me saludan efusivas dejando trás de sí una nube de perfume dulce y exótico. Las identificaciones que llevan colgadas del cuello revelan que son invitadas al congreso “Mujer y la participación política” que se celebra cerca del hotel. Llenan sus platos de bizcochos, galletas y tartas, y piden al muchacho crema para el café, porque la leche desnatada es como el agua, no sabe a nada. ¿No le parece? Y al muchacho le parece.

Me quedo tan absorta en la alegría que irradian las brasileñas que no percibo la llegada de una mujer blanquecina y escuálida, tapada con un suéter gris hasta la barbilla que, sin mirar ni saludar a nadie, coge una banana pequeña, se pone una taza de café solo y se esconde en la mesa más lejana, detrás de un pilar de madera oscura. Qué contraste con las tres gracias, pienso mientras la observo. ¿De dónde será? ¿Del misterioso planeta llamado TrES-2b que refleja solo el uno por ciento de la luz que le llega? Y si es así, seguro que es de la parte francesa.

La imagen me divierte tanto que solo al final, cuando estoy saboreando el último trago de mi café, advierto que entra un hombre de edad incierta. A Thomas Kuhn le encantaría esta interrupción repentina. En voz baja y sin sonreír nos saluda a todas y se acerca a la jarra de zumo de papaya. Lleva el pelo negro con media melena, varias pulseras de tela en la muñeca izquierda, chaqueta y pantalones de color caqui. No se sienta a tomar su zumo sino que lo hace de pie, allí mismo, junto a la mesa larga, cerca de mí. Cuando le vuelvo a mirar, hay algo en su cara que me llama la atención, le descubro observándome. Su semblante es serio, no me sonríe ni me guiña el ojo, ni un músculo traiciona esa cara morena. No trata de agradar, pero le hago desviar sus ojos que se deslizan con suavidad hacia las brasileñas. Supongo que nos observa a todas, una por una, por pura curiosidad, como solemos hacer en un sitio nuevo con los desconocidos.

Me levanto y cojeo hasta mi habitación.

El hombre parece un viajero. Un viajero en el sentido más profundo y místico de la palabra, que no solo abarca el acto de desplazamiento físico unido a ese amor inquietante por la aventura y por lo desconocido, sino toda una filosofía de vida insólita con valores distintos y con esa sabiduría que se convierte en una suerte de peregrinaje vital.

La idea me fascina. ¿Quizá yo también estoy empezando algo parecido? Un viaje iniciático.

Antes de desaparecer por la boca oscura del pasillo algo me hace girar la cabeza y miro atrás. El viajero se ha acercado al borde de la terraza, con todo su cuerpo dirigido hacia mí y la luz del sol revela sus rasgos que ahora son más nítidos. Sus ojos están clavados en mí.

Y de repente sé que no me ha perdido de vista desde que llegó.



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