22 Feb
22Feb

El mesero viejísimo coloca las dos copas y el plato con la comida sobre la mesa y gira su rostro arrugado hacia un hombre que le llama con voz exigente y ruda. Tengo hambre y pruebo los quesos. Saben a cielo igual que el vino.

— He vivido un par de años en Suiza — empieza a contar el señor Rodríguez en tono sereno —. Fui chofer turístico en Perú antes de ser militar y sigo ahora. La mayoría de los turistas vienen de Estados Unidos y de Europa, es decir, son occidentales y todo el mundo, y no exagero cuando digo que cada uno de vosotros, empieza a sospechar, antes o después, que yo sea un chamán. ¿Por qué? Por una única razón. Habéis olvidado qué es la intuición, qué es la sabiduría natural. Qué es la conciencia expandida, y yo solo os lo recuerdo.

De acuerdo, puede ser.

— Lo peor de la ciencia no es que crea saberlo todo, sino que desprecia lo que desconoce. Creer en su voz interior, confiar en qué se siente, en las señales, en la observación atenta. Confiar en las preguntas y las respuestas que no sabéis por qué pero súbitamente vienen a vuestras mentes. No sabéis cómo manejarlo. Lo habéis olvidado. Además, la gente que oye voces está loca y ustedes no quieren estar locos, claro… ¡Cuando estar loco en ese sentido es lo mejor que te puede pasar en la vida! Pero lo mío les parece milagroso. Y no lo es. Sus sentidos están dormidos. No ven, no escuchan, no perciben, no contemplan. Se distraen de una manera tan fácil que lo milagroso de verdad es que sobrevivan siendo tan ignorantes respecto a todo lo que les rodea.

Le escucho muda, embelesada, disfrutando de cada palabra. Todo lo que dice el tiene sentido, mucho sentido. Ahora lo comprendo, es tan fácil, tan lógico. Todo el mundo lo ve, ¿verdad? Hay una sabiduría más profunda, oculta en nuestro interior. Claro que la hay, ¿dónde si no?, y está a nuestro alcance. Para hallarla debemos confiar en la voz interior, escucharla, hacerle caso.

Y la mía ahora mismo me está diciendo que el señor Rodríguez es un chamán.

— Señorita, ¿no se ha dado cuenta de cómo me visto? — me mira con la sonrisa vibrando otra vez en sus labios mientras saca pecho para demostrar su chaleco de lana —. Le aseguro que ningún chamán se viste así. Digo voluntariamente.

— Pero usted mismo dijo que nada es lo que parece ser.

Intento argumentar, justificar, agarrarme a sus palabras porque tengo calor y frío, porque estoy a la vez en la tierra y en el cielo.

— Es verdad, utilicé esas palabras. ¡La bendita sabiduría ancestral!

El señor Rodríguez toma otro largo trago de vino antes de seguir. La pausa, estirada hasta el límite, la hace a propósito.

— Esas palabras nos advierten que no vemos todo lo que son las personas, las cosas, los fenómenos. Para ver tenemos que mirar mejor y eso significa saber mirar no solo con los ojos. Hay que mirar siendo conscientes, entonces vemos. Cerrar los ojos, respirar hondo y ver. Sin embargo, esas palabras no nos dicen qué son las cosas, las personas en sí, si no lo que nos parecen que son. Hay que sentir y confiar en las sensaciones. Que yo no aparente ser chamán y no lo sea, no significa que no sea, por ejemplo, un curandero. Porque la sensación provocada en usted por mis energías es muy parecida, quizá es hasta la misma cosa… ¿Me comprende?

Meto otro quesito en mi boca para ocultarle la suspicacia que me está invadiendo. No es casualidad que me hable de su ropa cuando hace cinco segundos yo estaba pensando en ello y no es casual que juegue con las palabras chamán y curandero como si no tuvieran relación entre sí ni con el tema en cuestión. Algo se me está escapando. La claridad de hace un momento se ha transformado en una complejidad sombría e ilógica que me incordia y me fascina al mismo tiempo. Es un terreno nuevo para mí. Mis amistades no suelen hablar de estos temas y yo todavía no sé cómo hacerlo.

— No, no le comprendo…— reconozco desafiante —. Es decir, entiendo lo que dice pero no comprendo lo que quiere decir… ¿Me comprende usted?

El señor Rodríguez se echa a reír. El sonido de la carcajada va en aumento y es tan contagioso que me arrastra con él y nos reímos los dos, aunque una de nosotros no tiene ni idea de por qué. Pero ¿acaso importa? No. Levantamos las copas, las chocamos y aunque no se oiga el celestial cling de cristal más fino, bebemos y seguimos sonriendo.

— Señorita, lo que usted acaba de decir... Tiene toda la razón, ¡y ni siquiera se da cuenta! Pero acuérdese de lo que yo le dije antes: mis palabras no le servirían de nada. Tiene que vivirlo usted, experimentarlo, sentirlo. Cerrar los ojos, respirar… Y entonces comprenderá.

¿Qué dice? Si solo le he preguntado si le ayudó a curarse. Nada más. Ya estoy irritada, molesta por no comprender, y no estoy dispuesta a que sus explicaciones confusas me enreden y me desvíen aún más del tema.

— Muy bien. ¿Solo quiere saber eso?

El señor Rodríguez me mira pensativo. Su semblante ha adquirido de nuevo un matiz severo. Soy consciente de ese cambio en su expresión, hasta algo en mí me advierte de que su pregunta tiene trampa y no obstante, asiento y le observo expectante.

— Le ayudé a recuperar su equilibrio entre cuerpo, mente, emociones y espíritu — contesta tranquilo y vacía de un trago su copa de vino —. La fuerza de las plantas le ayudó a volver a conectarse con su compasión y con partes de su subconsciente que cuando las revivimos nos ayudan a tomar el control de la salud. Es un trabajo, exige implicación, dedicación. Es duro. Pero esto en sí, señorita, no le enseña nada valioso sobre lo que le interesa de verdad. Aunque si está lista para la planta, ella la encontrará. Y sin embargo, son solo mis palabras. Puedo estar mintiendo.

El mesero viejísimo se ha acercado a nuestra mesa y se queda parado sin decir nada. El señor Rodríguez le pide la cuenta que llega en medio minuto y aterriza justo delante de mí. Treinta y tres soles. Saco mi cartera y dejo cuarenta que el señor Rodríguez aprueba con un gesto casi imperceptible. El mesero se aleja con el dinero, no antes de contar con sus dedos rígidos la propina y con un suspiro audible meterlo en el bolsillo de su delantal verde manchado. Es entonces cuando el señor Rodríguez se inclina hacia mí y clava sus ojos en los míos. Uno de color marrón, otro aún del color de la sangre. Es una mirada penetrante, profunda y cálida de la que es imposible apartarse. 

No sé cuánto tiempo estamos así. Parecen siglos enteros. Ni sé realmente qué estoy viendo. No parecen ser solo los ojos de alguien, pero tengo la sensación que él sí está buscando algo concreto en los míos. Dicen que los ojos están vinculados al espíritu. ¿Será eso lo qué busca?

De repente la intensidad de su mirada se afloja hasta retirarse del todo.

— Señorita, usted tiene que empezar a hacer mejores preguntas.

Lo dice medio en broma medio en serio mientras se pone de pie y se dirige hacia la puerta. Le sigo aturdida.

¿Qué habrá visto en mis ojos?

Y ¿qué les pasa a mis preguntas?

En el camino al hotel no hablamos mucho. La radio vuelve a emitir clásicos de  música romántica mientras atravesamos la fresca noche de Lima. En el cielo brilla la luna pero el mapa espléndido de las estrellas se esconde detrás de las nubes. Hay pocas luces y muchas sombras, lo que me resulta reconfortante. Mi mundo interior se parece a esto ahora mismo. No se ve gente por las calles mal iluminadas ni por las avenidas vacías de la capital, solo los casinos con sus neones llamativos y engañosos atraen y tejen nudos humanos vibrantes delante de sus edificios enormes.

El señor Rodríguez para frente a la puerta principal del casino del Marriott, baja mi ventana y le hace señas enérgicas a un muchacho con gorra de lana, bufanda larga que le llega hasta las rodillas y chaqueta de plumas. Examino perpleja a mi acompañante pero no me ofrece explicaciones. El muchacho se acerca vacilante echando miradas fugaces a la izquierda y a la derecha hasta que llega a nuestro auto. Se apoya en la ventana bajada y mete su cabeza dentro del auto. No tiene más de veinte años y me mira con aparente indiferencia cuando el señor Rodríguez le pregunta por cuanto compra dólares. Por dos coma seis. ¿Y euros? Tres coma dos. El señor Rodríguez asiente complacido y me pregunta si me parece buen momento para cambiar los euros que tengo. Me sorprende la pregunta. En realidad me asombra la escena entera porque en efecto si no cambio algo de dinero ahora no le puedo pagar al señor Rodríguez por su servicio y por alguna razón extraña lo sabe. Empiezo a buscar mi cartera, no antes de asegurarme que los ojos del muchacho no me están siguiendo pero sí, están fijos en cada movimiento de mis manos. Sin embargo, siento que no puedo retractarme ahora, parecería una paranoica. Con un gesto rápido consigo sacar quince euros de la cartera y los entrego al muchacho que los acepta impasible con sus dedos enguantados para devolverme de su riñonera abultada los cuarenta y ocho soles correspondientes. Todo el procedimiento dura apenas un minuto. Le agradecemos pero él se aleja sin despedirse con pasos acelerados.

No entiendo por qué se comporta como si fuera un narcotraficante. Los cambistas en Lima son legales.

— ¿Cómo supo que quería cambiar dinero?

Miro al señor Rodríguez intrigada cuando reanudamos nuestro viaje. Hay resignación en mi voz, creo que ya sé la respuesta. Me observa confundido. ¿Cómo lo supo? Si yo misma se lo había dicho por la mañana cuando pasamos por una casa de cambios que queda cerca del hotel y él me dijo que no me preocupase, lo haríamos más tarde sin falta. Y él cumple su palabra. Sonrío, es verdad y recordarlo me proporciona un alivio instantáneo.

No, este señor no puede leer todos mis pensamientos.

De la avenida Larco giramos a la derecha, doscientos metros de suave carrera por la calle José González y paramos en frente del hotel blanco. Sus luces tenues encendidas son muy acogedoras.

— Bueno, ¡gracias, señor Rodríguez! Ha sido una noche muy interesante. ¿Cuánto le debo por su servicio?

Un bienestar casi divino me invade y risueña empiezo a buscar otra vez mi cartera que tiene que estar en algún lugar dentro de ese bolso enorme que llevo y donde cabe el mundo entero. Como siempre se ha escondido entre la bufanda, los apuntes, el libro, la botella de agua y me cuesta encontrarla en seguida.

— Pues… Digamos que serían sesenta y cinco soles.

Alzo la cabeza en un gesto tan repentino como si me hubieran dado una descarga eléctrica. ¿Sesenta y cinco soles? ¿Está bromeando? El señor Rodríguez no gira la cabeza para devolverme la mirada.

— Señor Rodríguez, perdóneme pero me parece mucho…

— Pero a mí, señorita, me parece muy razonable.

Me responde con una sonrisa ligera que ya no me resulta amable ni inofensiva. La magia, todo el encanto del personaje misterioso se ha desvanecido. ¿No éramos casi amigos del alma? O como dijo él mismo, compañeros de viaje. Y eso, al menos en mi mundo y entre otras muchas cosas, significa no engañar a la prójima.

— En el hotel me decían que la tarifa para llevarme y traer es de cincuenta soles y yo solo tengo…— abro mi cartera y se lo acerco a sus cejas para enseñárselo —. Yo solo tengo cincuenta y cinco soles.

— Muy bien. Entonces digamos que la tarifa por mi servicio de hoy es de cincuenta y cinco soles. Pero solo porque es usted, señorita.

¡No me lo puedo creer! Me está estafando, robando a plena luz de la luna. Es tan inesperado que me quedo callada, soy incapaz de enfrentarme con él. Y mientras dudo qué actitud adoptar, elijo las palabras más duras entre las duras y sopeso argumentos fuertes, me voy apaciguando tanto que la irritación inaguantable hace un instante se pierde por completo. ¿Vale la pena discutir con el hombre por cinco tristes soles? Seguro que para él son más importantes que para mí, tiene familia, dos hijas pequeñas y un ojo rojo. El señor Rodríguez examina en silencio mi lucha interna y cuando le entrego todo el dinero lo acepta con una expresión divertida. Le deseo buenas noches de mala gana y salgo del coche notando el cansancio del día en todo mi cuerpo.

— ¡Gracias, señorita y buenas noches! Y, ¡por favor, no olvide cerrar los ojos, respirar y ver! Le ayudará mucho.

Las últimas palabras las grita con alegría desde su ventana bajada antes de arrancar el motor y desaparecer. Le acompaño con la mirada hasta perderle de vista. No digo nada aunque quisiera decirle de todo.

Suspiro.

Todo esto me provocará llagas en la boca y dolor de garganta porque esto es lo que pasa cuando las palabras son retenidas por los labios y se reprime el enfado.

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