15 Feb
15Feb

— Señorita, estamos aquí.

La voz del señor Rodríguez es efusiva en cuanto me reconoce entre las sombras y la luz tenue de las farolas. Mi aparición ha interrumpido su conversación con el guardia del centro, a quien esta mañana no conocía. Pero ahora, mientras me acerco hacia el coche reluciente atravesando el jardín, puedo oír sus voces graves mezcladas con explosiones de risas, y tambien ver sus gestos exagerados, a pesar de que la noche ya ha caído sobre Lima. Parecen entretenidos y yo no puedo evitar sonreír. Desde que entregué mi último examen, una sensación de ligereza empezó a bailar en mi pecho, haciendo piruetas, animándose cada vez más y aún no ha parado. Si no estuviera coja, me deslizaría hasta ellos con pasos elegantes de vals, se unirían al baile y todos nos reiríamos. Todos seríamos felices.

— ¡Muy buenas noches! ¿Cómo le fue en los exámenes?

— ¡Buenas noches, señor Rodríguez! Estoy muy contenta, me han salido fenomenal.

Levanto los brazos en un gesto teatral, porque ese bienestar exige una expresión corporal. Me agrada ver esas cejas negras, pobladas, majestuosas que ya no me hechizan. Ahora me resultan todo menos extrañas.

— ¡Maravilloso, señorita! Me alegro por usted.

El señor Rodríguez junta los talones de sus zapatos impecables para abrirme, con una pequeña inclinación casi de cuerpo entero, la puerta del copiloto. Rodea el coche, se sienta al volante y me echa una mirada divertida mientras me cuenta que es importante hacerse amigo de los guardias, de los mayordomos, de cocineras y de chóferes de la gente rica en estos palacetes imponentes para poder obtener información valiosa y tener más facil el acceso a ciertos lugares. No especifica qué tipo de información tiene en mente ni a qué tipo de lugares quiere entrar y yo estoy tan inmersa en mi felicidad que ni le pregunto al respecto. 

El guardia sube la barrera, salimos del centro y nos unimos al tráfico incesante de la hora pico, como dicen aquí. Las luces de los coches en dirección contraria iluminan la cara del señor Rodríguez donde advierto que su ojo derecho está inyectado en sangre. De un color rojo fuerte.

— ¿Qué le ha pasado?

Estoy más sorprendida por la visión repentina que preocupada por su salud.

— Una tontería, ¡fíjese! Fui a repostar y en la gasolinera pensé que ya que estaba allí, aprovechaba e hinchaba los neumáticos y el tubo del compresor… No sé cómo se me escapó de entre los dedos y con la presión dio un par de vueltass en el aire, alto y con tan mala suerte que acabó soplando aire directo a mi ojo… Según parece, y digo según porque el muchacho de la gasolinera parecía ser médico, usaba tantos términos sofisticados — se ríe el señor Rodríguez con ternura —. Él me dijo que tuve suerte ya que esto podría haber acabado en la ceguera de mi queridísimo ojo derecho... ¡Cómo es la vida! No me pasó gran cosa en la selva luchando contra los terrucos pero en una gasolinera de Lima me fusila el tubo del aire. ¡Vaya ironía!

— ¡Qué accidente más raro! Lo siento…

El señor Rodríguez hace el gesto de no-tiene-importancia con la mano derecha. Sin embargo, su semblante, su voz, su ser entero expresa todo lo contrario.

— Yo he visto morir a mis compañeros, fusilados, y a otros perder las piernas por culpa de una mina y luego, llevándolos sobre mis espaldas al médico de campo, mientras lloraban y gritaban de dolor… He visto cómo la gente acabana paralítica, hombres valientes, o sordos, ciegos y mudos por unos hijos de perra… He visto cosas terribles en mi vida con ese mismo ojo, así que no me va amargar la noche un accidente así. Esto no es nada.

No es nada, dice, pero los próximos cinco minutos continuamos en silencio. Solo se escucha la radio que emite una melodía romántica. Al principio no le presto atención hasta que oigo y siento, o en el orden inverso, algo muy familiar. La conozco, conozco esta melodía. Es de las noches cuando mi madre y mi padre eran jóvenes, celebrando cenas en los apartamentos soviéticos de las cocinas diminutas de sus amistades, cenas entre el aroma dulce del coñac Cigüeña Blanca y el humo amargo de los cigarros Tallinn, con risas, bromas y conversaciones incomprensibles mientras nosotros debíamos estar jugando en la habitación de al lado, pero no lo hacíamos porque preferíamos escuchar los ecos de ese enigmático, fascinante y feliz paraíso adulto que atravesaba paredes y generaciones y nos hacía soñar. Ya recuerdo, esa voz angelical es de Demis Roussos, el gran Demis Roussos, y siento como si estuviera escuchando mi infancia, a mi familia, a mi pequeña yo…

— Bueno, señorita.

La voz del señor Rodríguez corta de un tajo el hilo de mis recuerdos y me trae de manera brusca de vuelta a esa realidad. El interior de su coche ya no huele a vainilla. Huele a… océano. Sí, ahora huele a mar, a agua salada. ¿Cómo es posible?

— ¿Qué prefiere hacer ahora, señorita? Ya que nadie viene a Perú solo para realizar exámenes. Todo el mundo viene para algo más. Aunque no lo sepan aún.

— Le encanta hacer comentarios misteriosos, ¿verdad?

Esbozo una media sonrisa y le examino con interés. ¿En realidad es un militar? ¿Los militares adivinan los signos del zodiaco e insinúan la existencia de sendas predestinadas?

— No, aquí no hay ningún misterio, señorita querida. Pero tiene que vivirlo para comprender, mis palabras no le servirían de nada.

El señor Rodríguez me regala una mirada profunda y poco clara que creo que debería interpretar de alguna manera específica, que debería ofrecerme pistas, despertar mi intuición, pero me quedo igual.

— Entonces, señorita, ¿adónde vamos?

— Me apetece una copa de vino tinto para celebrar el final de mis exámenes, para celebrar que estoy en Lima… Simplemente para celebrar…

—… la vida — acaba mi frase el señor Rodríguez con un gesto grandioso de la mano derecha, acertando otra vez —. Y así será, señorita. La llevaré a una taberna antigua, muy especial. Está situada en un barrio con un nombre muy significativo: Pueblo Libre. Le va a encantar. ¡Confíe en mí!

Me hace gracia que me pida confianza. ¿Acaso no es algo que he hecho desde que le conocí? Por mí me puede llevar adónde quiera, al último antro de la ciudad, y me seguiría pareciendo maravilloso.

Por alguna extraña razón me seguiría pareciendo maravilloso.

Las tres salas de la taberna más famosa de Pueblo Libre, el Queirolo, rebosan de gente a pesar de ser miércoles por la noche. La abrumadora mayoría de la clientela está compuesta por varones mayores de pelo canoso y de teces oscuras, a menudo hinchadas, plagadas de arrugas y sentados por pares, como mucho en tríos alrededor de las mesas redondas y despejadas. Los vasos de licor con vino pasan más tiempo en las manos de los bebedores que encima de la mesa. El murmullo reinante crea un muro difícil de ignorar igual que la niebla de los cigarrillos que atravesamos para ocupar la única mesa libre cerca de la barra. Varios pares de ojos, algunos más vidriosos que otros, nos siguen con un interés vago, mecánico y no apartan su mirada lenta por haber sido descubiertos sino porque se acuerdan del líquido oscuro en su vaso.  

— ¡Una entrada grandiosa! ¿Se da cuenta de cómo llamamos la atención? Y es por usted.

La sentencia del señor Rodríguez llega con una pequeña mueca jugando en sus labios.

Ya lo sé, le contesto con la mirada.

— Claro, un hombre de mediana edad con una mujer alta, rubia y bella. Todos aquí me tienen envidia, quieren tener lo que tengo yo sin comprender que ya lo tienen... No saben que usted y yo solo somos compañeros de viaje ocasionales y que yo, después de esta copa de vino, me voy a mi casa con mi bella esposa, con mi Negra, y con mis dos hijas. Ellas son las compañeras de mi vida. Algo que la mayoría de ellos tienen ahora mismo esperando en sus hogares pero prefieren estar aquí, lamentando su mala suerte. No saben, no entienden que nada es lo que parece ser. Es lo que es.

Se acerca un mesero viejo, viejísimo. Nos pregunta en qué puede servirnos mientras sus dedos deformados por la artritis limpian rápido la mesa con una bayeta mugrienta. Su delantal verde está manchado y la camisa que solía ser blanca ha adquirido el color amarillo del tabaco. El señor Rodríguez le saluda con ternura, posa su mano en el brazo delgado del hombre y se interesa por su estado de salud. El mesero explica en voz baja, murmurando para asegurarse de que solo el señor Rodríguez le pueda oír, que su corazón vuelve a ir bien, que no hace trucos por la noche y no juega al escondite por las mañanas. Le mira con un profundo agradecimiento en los ojos. El señor Rodríguez se alegra, le dice  que todo va a ir bien y le desea lo mejor. Solo entonces quita su mano del brazo y pide dos vasos de vino tinto de la casa y unos quesitos fritos con guacamole.

— ¿Viene aquí a menudo?

La pregunta sale sola en cuanto el mesero se aleja. Ni la mirada del mesero ni la manera en que el señor Rodríguez le tocó el brazo me pasó desapercibido.

— Sí, bastante a menudo. Suelo traer a todos mis clientes a conocer este lugar lleno de historia. Aquí se puede sentir la verdadera alma limeña, hay una energía especial en este lugar. ¿Lo nota? Y con los años he hecho algunos amigos muy queridos y otros no tanto… ¡Oh, ahora me acuerdo! — sonríe el señor Rodríguez inclinándose con confianza hacia mí —. No quiero aburrirle con mis historias, señorita, pero un día me pasó que no triunfé con esta taberna fabulosa. Bueno ya era de noche cuando vine aquí hace ya unos cuantos años con una pareja, un matrimonio de Chile, de clase alta. Podías decir que eran gente de mucho dinero ya que la señora, blanca como la nieve y fría como el hielo, llevaba pieles muertas por todo el cuerpo y decía por dios y por la virgen cada dos por tres y el señor, con una barriga y una papada que denotaban su vida aburrida, no paraba de chupar su puro entre dos temas de conversación, el oro y los comunistas y dígame usted, señorita, ¿quién hoy en día habla de oro y de comunistas? Parecían de otra época, salidos de una novela de Allende pero yo, yo no me di cuenta antes de llegar aquí, a este sitio de gente común, de borrachos de pueblo, de los meseros antiguos que quizás no era lo más propio para ellos pero ¿qué se le va hacer?, querían ver algo típico peruano y aquí estábamos. Se sentaron, los dos tiesos como monumentos sin atreverse ni a mirar alrededor, la boca abierta como si quisieran decir algo, quizás protestar o decir por milésima vez por dios y por la virgen pero no podían, no encontraban palabras, hasta que el mismo mesero que nos tocó hoy, el señor Purihuaman, les trajo dos copas de vino y otras dos más en estos vasos normales que ya ni transparentan, nada de copas finas de cristal, y viendo su perplejidad les contó un chiste de muy mal gusto que era ya el colmo y el señor se levantó con dificultad pero al      final se puso de pie, la cara toda roja y me ordenó sacarles de aquí y llevarlos a un sitio decente. A un sitio donde fueran las personas, me decía el pobre idiota.

Se ríe a carcajadas y sus ojos se cierran del todo. Le observo divertida, aunque solo con una tímida sonrisa, y espero un instante largo.

— ¿Ayudó a nuestro mesero a curarse?

El señor Rodríguez abre de golpe sus ojos y me mira pensativo bajo unas cejas grandiosas. Su semblante risueño y compasivo se va desvaneciendo poco a poco. O no esperaba la pregunta y está dudando si contestar o la esperaba y solo está evaluando cuánto revelarme. La verdad es que ni yo esperaba que esa duda aflorase así. No sé de dónde salió. No sé de dónde después de esa historia suya que iba de otra cosa, pero ahí estaba, en mi cabeza, con tanta claridad que salió sola. 

— ¿No estará insinuando que yo sea un chamán, señorita?

Me devuelve la pregunta y algo ha cambiado en el tono de su voz. Ahora es más misterioso, oscuro y a la vez más guasón. Se está divirtiendo mucho a mi costa. Y de repente, como si me hubieran despertado, la sola sospecha de que el señor Rodríguez pueda serlo o al menos algo parecido, me resulta ridícula. Lleva un chaleco de lana suave, ¡por Dios!, sus pantalones tienen una raya perfecta y sus uñas lucen una manicura impecable. No parece alguien en contacto constante con la tierra, las plantas y los espíritus.

No parece un chamán.

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