11 Jan
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El aroma dulce del azúcar glaseado y de los panecillos recién horneados se mezlca con la esencia amarga del café sin llegar a ser una combinación empalagosa. Huele a infancia, a fiestas, a recompensas; huele de maravilla. No deja de entrar gente animada todas las edades motivada por las delicias de la legendaria pastelería San Antonio mientras sus camareros, igual de legendarios, con sus canas, sus delantales y sus bandejas, se mueven ágiles y meticulosos entre las mesas.

Nos sentamos en la terraza, blindada con cristal templado para el frío del anochecer y el viento cortante de la primavera limeña. Estamos en septiembre pero el tiempo me recuerda a mayo. Mayo en Estonia. Coya pide un café negro y yo uno especial de la casa, sorprendiendo, y no de manera agradable, al camarero que se nos queda mirando expectante. ¿Ya está? ¿Hemos visto todo lo que tienen en el escaparate? ¿Hemos olido todo lo que ofrecen? ¿Acaso no tenemos idea del lugar mítico en el que nos encontramos? Sí ¿Y entonces? No tenemos hambre. ¿Hambre? ¡Por la Pachamama! La gente no viene a San Antonio por el hambre, exclama antes de darse la vuelta y desaparecer.

En menos de dos minutos está de vuelta y sin apenas mirarnos coloca en la mesa el café negrísimo de Coya y el especial mío, en cuyo perfume distingo gotas de licor, frescura de canela y la dulzura de la leche condensada. Hay un corazón dibujado con detalle en la crema, y pienso en que hay hasta concursos internacionales donde compiten expertos en realizar esas efímeras y espumosas obras de arte. Le agradecemos el servicio efusivos, pero él ya está pendiente de un grupo de jóvenes que acababan de sentarse en la mesa de al lado y entre risas piden mil cosas distintas para comer y beber. La juventud le alegra la noche.

— Por cierto, ¿a qué has venido a Perú?

Coya se acomoda en la silla sin apartar la vista del grupo animado. Intento no sucumbir a la incomodidad que me produce la gente que hace preguntas sin interés verdadero.

— Bueno, la respuesta breve y obvia sería que a realizar exámenes de mi carrera de Ciencias Políticas.

Empiezo a explicarle con entusiasmo. Me pasa siempre cuando hablo de mis estudios universitarios. Hace un año, después de la publicación de mi segunda novela y de la mudanza de España a México, decidí entre rabia, cansancio, impotencia y un frío desapego, que durante un periodo indeterminado los estudios serían mi único camino. Fue una especie de huida. La experiencia del libro, el proceso creativo, el látigo del perfeccionismo me había dejado seca, vacía, atrapada en un cubículo minúsculo dentro de mí. O derribaba las paredes o no podría seguir escribiendo. Lo sabía entonces, lo sé ahora, pero sigo sin magia para la escritura. Bukowski dijo que tres días en la cama con una depresión ponen los jugos creativos en marcha de nuevo, pero yo sigo sin siquiera una necesidad, un anhelo alegre, un empuje interior hacia la creación. Y ya han pasado más de doce meses.

¿Y si no puedo escribir nunca más?

Coya asiente, observando con atención su taza de café, mientras me deja contar con las mejillas encendidas que por eso decidí hacer una pausa, darme tiempo, cambiar el foco de atención y beber de la imaginación, de la sabiduría, de la creatividad de otra gente. Nutrirme de su genialidad, de sus pasiones, porque a mí ya no me quedaba. Estaba hueca. Lo había dado todo. Escogí trece asignaturas llevando un ritmo algo estresante pero estudiar me produce un placer difícil de sustituir. Hasta compararlo con algo parecido me resulta complicado. Solo leer novelas excelentes y ensayos sublimes me ofrece consuelo en los días sin temas a repasar, sin mundos que salvar, sin preguntas filosóficas a las que buscar respuestas visionarias. Solo esas conversaciones profundas sobre la existencia humana, en el sentido más vasto, que algunas personas especiales te regalan por las noches después de dos copas de vino, esas noches abiertas y misteriosas en las que todo parece posible, cerca y conectado entre sí, ofrecen un relevo digno a los diálogos mantenidos con algún filósofo analizando sus teorías, descubriendo las capas, los hilos, las redes de su pensamiento.

Es entonces, entre alabanzas al estudio constante, recuerdos de las dudas y de la sequía creativa, cuando me invade la sensación de que no estoy dando una respuesta completa ni del todo honesta. La certeza dura un milisegundo antes de desaparecer pero es tan intensa, tan clara, que me deja helada. He venido por razones más contundentes, más trascendentales que mis exámenes. Razones personales, mucho más íntimas y profundas.

Coya no se ha percatado de mi estremecimiento, por tanto no rastrea ni encuentra ni pregunta por la cara ardorosa, por las huellas de la revelación que acabo de tener. Mejor. Porque, ¿cómo hablar de algo que aún no se conoce, que aún no tiene nombre?

— Ya, eso de estudiar con tanta pasión está muy bien, pero yo creo que no te salvará porque la educación nos mutila. Nos roba el tiempo, la conciencia y por ende, la vida.

Coya hace una pausa dramática antes de seguir, devolviéndome a la mesa de San Antonio y a mi café frío. ¿Perdona? ¿La educación nos mutila? ¿De qué he estado hablando? Pero él sigue diciendo que así es, que la escuela tradicional nos vomita al mundo con deficiencias emocionales graves. Que la educación que nos están dando tanto a él, como a mí, como a estos jóvenes ingenuos de la mesa de al lado, es perjudicial para nosotros como seres humanos y por lo tanto, para la sociedad en que vivimos, que construimos, que formamos. Para la humanidad entera. No nos ayuda a comprender el mundo y hay una gran diferencia entre entender y comprender.

—Sí, así de claro lo digo y yo soy profesor… Bueno, era profesor, ahora soy guía que, ¡ojo!, hay una diferencia entre los dos. Doy talleres a los jóvenes peruanos marginados sobre estos temas para ofrecerles algo mucho más necesario para la vida, otro tipo de filosofía, una alternativa para ser más, mucho más de lo que les han dicho que son.

— Espera un momento — Interrumpo su discurso, pero mi intención inicial de lanzar un comentario sarcástico sobre su falta de interés casi descortés en mis penurias existenciales se diluye ante la curiosidad despertada por sus palabras —. ¿Has visto “La Educación Prohibida”? La han estrenado hace poco.

Esa película me había impactado e inspirado casi a partes iguales. Quise saber más sobre ella, hablar de ella con alguien, teorizar sobre todo lo que aquella revolución educativa podría significar. Y ahora, apenas una semana después, estaba en una cafetería de Lima, con una persona nueva en mi vida que sabe de esto. Llámemoslo casualidad, sincronización, no importa, porque cuando algo así ocurre, la vida te sobrecoge, te maravilla.

—No, no la he visto.

Coya parece molesto, pero sigue en el sendero de la película. Explica que desde pequeños nos hacen memorizar cosas en vez de reflexionar sobre ellas, nos entrenan para pensar y actuar dentro de ciertos límites, cuando en realidad no tenemos límites. Nos preparan para respetar a la autoridad y hacerla incuestionable, casi sagrada, para observar lo establecido como verdadero. Nos mecanizan, nos motorizan, nos convierten en autómatas, cuando somos todo lo contrario, somos pura creatividad, pura incertidumbre. Nos educan en la exaltación de la competitividad extrema y feroz, nos dicen que para sobrevivir en la selva neoliberal tenemos que ser como el tío Sam, o como alguien famoso, como Bill Gates o como Hillary Clinton. ¿Qué locura es esa? Si yo soy Coya, ¿por qué debería querer ser Hillary Clinton? ¡Si ya existe una! Pero no hay ningún Coya con su singularidad, con su aportación única. ¿Acaso los adultos sabemos todos lo mismo? ¿Por qué se exige lo mismo a todos los estudiantes? Porque es más fácil para el profesorado, para el sistema, evaluar según ciertos estándares marcados que evaluar a cada uno según nuestras capacidades. Es una cuestión de eficiencia económica en realidad.

Sus ojos grandes y claros han adquirido un brillo especial. La energía que emerge de la conversación es electrizante, las palabras arden con pasión en sus labios temblorosos. Coya parece haber estado toda la tarde esperando ese momento para por fin hablar de lo único que le importa. Se ha inclinado hacia adelante y utiliza su mano derecha, con un anillo de plata ancho en el dedo anular, para dibujar en el aire todas las grandes verdades, teorías e ideas que saca a relucir. Disfruto con el espectáculo porque los mejores momentos de cada persona son cuando compartimos una pasión, cuando compartimos amor, y él lo está haciendo. Lo que Coya está diciendo es que el desarrollo, con mayúsculas, no significa ser tanto o más que los demás, sino llegar a ser todo lo que uno o una puede llegar a ser. Le observo con atención, olvidándome de todo lo demás, dejándome llevar por el fuego, las chispas, las llamas, hasta que su calor me contagia.

— Somos incapaces de introducir la educación emocional, la gestión de algo tan fundamental en nuestra existencia humana como son las emociones, en las escuelas porque el profesorado tampoco está educado de esta manera. ¿Cómo es posible? ¿Cómo hemos llegado a esto? Además está la cuestión de género, porque a los varones no nos educan para saber tratar con nuestras emociones. ¡Nos enseñan a ocultarlas desde niños! Todo lo que nos dicen es: “¡No llores, no te quejes, sé fuerte, cállate y aguanta, y si alguien te hace algo que no te gusta, ataca primero!” y más sandeces sin sentido. ¿Cómo se supone que tenemos que vivir con ese tipo de consejos de mierda?

Me observa inquisitivo. Con severidad, con indignación.

Lo sé, lo sé, lo sé.

— ¡Mira! Tanto mis amigos como yo, que vamos acercándonos a los cuarenta, hemos vivido hace poco una crisis emocional personal muy fuerte y nos hemos dado cuenta de que no sabemos, no hemos sido capacitados para siquiera conocernos a nosotros mismos y comprender qué demonios nos está pasando. ¿Se supone que tenemos que tratar de superar las crisis existenciales con las herramientas destructivas de Terminator? ¿En qué estaban pensando nuestros profesores y padres? ¿En qué estamos pensando nosotros? ¿A qué esperamos? Que, ¡ojo!, no hay solo una crisis de estas características durante nuestra larga vida, sino unas cuantas y cada una con un tema radical distinto. Pero tu arsenal de remedios consiste en dominar a los más débiles, ignorarte a ti mismo, a tus emociones, al amor, al cariño y a todo lo que hace que la vida con los demás sea posible, que tenga sentido. Un sabor inconfundible. Y es aún más doloroso por evitable e injusto.

Una sombra se desliza sobre la expresión conmocionada de Coya y como si lo hubiese notado cierra los ojos y pasa sus manos por su cara para espantarla. La juventud de la mesa de al lado ha perdido más de la mitad de sus componentes, pero los que siguen allí, los tres con vaqueros, camisetas y chaquetas casi iguales, han estado escuchando lo último con gran interés. Ninguno supera los veinte años. Coya les mira con la cara entre sus manos morenas y sonríe, pero con media boca, subrayando el peso de su última frase. Dos de los jóvenes rehúyen su mirada, pero el tercero deja sus ojos pensativos clavados en Coya, como si intentase visualizar en él su propia vida dentro de veinte años.

Aunque puede que esté pensando que somos dos paranoicos, y que a él nunca le va a pasar. ¿Acaso a su edad no lo pensábamos todos?

— Bueno, es muy tarde ya y mañana a las once tengo el primer examen.

Coya se encuentra sumido en un silencio oscuro y muy lejano. Por un instante me mira confuso, pero enseguida asiente murmurando algo sobre su general e inquebrantable optimismo a pesar de todo lo que acaba de exponer y nos reímos los dos.

Después de pagar la cuenta salimos de San Antonio, que sigue envuelto en un murmullo animado y constante. La esencia dulce nos acompaña hasta la calle. Alejándonos, despacio por mi cojera, y notando como la frescura de la noche se adhiere a nuestra piel pienso que la pastelería parece un sitio feliz, de esos que se ven en las películas cuando la protagonista quisiera entrar pero le toca estar al otro lado del cristal, en el frío de la calle, fuera de este mundo de luz resplandeciente de lámparas italianas.

Y sin embargo, yo no quiero volver allí dentro.



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